Un año que se va

Valentina Coccia
29 de diciembre de 2017 - 03:00 a. m.

Estas fechas, además de la tradicional algarabía, de la construcción de pesebres y árboles fortuitos, del arbitrario derramamiento de vino dentro de las copas, o de la abundancia de comidas y manjares sobre las mesas, son también fechas nostálgicas. Muy seguramente todos, después de recoger nuestros desórdenes navideños en las noches, nos preguntamos cómo ha sido nuestro año, qué propósitos no hemos cumplido, o simplemente recordamos con melancolía momentos bellos o tristes que han contribuido a edificar nuestra vida en este año que se va.

Cada quien tiene sus formas de reorganizar su vida, de recordar lo valioso y desechar lo vencido. Cada año, como muchas otras personas, hago una gran limpieza, deshaciéndome de objetos que han perdido su brillo y su significado con el transcurrir de los años. Otras personas arman álbumes fotográficos, enmarcan fotos o miran películas que renuevan la esperanza, que otorgan los alientos básicos de un nuevo renacer.

Aunque la limpieza de año nuevo es mi ritual para nuevos comienzos, tengo otro más particular para recordar lo vivido: la acumulación de libros en mi biblioteca. Muchos bibliotecarios expertos objetarán sobre mi práctica, pues yo no organizo los libros por géneros, por autor, por año de publicación o por temática; yo organizo mis libros de acuerdo al año en el que los he leído. Desde muy temprana edad, en la página que lleva el título de la obra y el nombre del autor, firmo los libros cada vez que los termino, y en letra muy pequeña escribo el año en el que lo leí.

Cada año, al finalizar los días que corren por el reloj como granos de arena, contabilizo los libros que he leído durante el año, los reorganizo en la biblioteca, y mientras tanto recuerdo los momentos y los motivos por los cuales cada uno de los libros llegó a mí. Como lectora ávida tengo la costumbre de pensar que los libros encuentran a su lector justo cuando este los necesita. ¿Cuántas veces a lo largo de los años un libro ha llamado mi atención en su escaparate y cuando lo compro, encuentro en él mis mismas inquietudes o mis mismas dudas? ¿Cuántas veces un libro viejo no se cae de sorpresa de la biblioteca y al leerlo descubro el mensaje que necesito? ¿Cuántas veces no he leído el libro que esperaba al desnudarlo de su empaque de regalo?

Es así que los libros, al salvarme de mi locura, de mis desdichas o de mis angustias, son un recuento de mi vida. Hago memoria de esos momentos de mayor o menor importancia y agradezco mi redención, que surgió como por arte de magia de las páginas de los libros.

Este 2017 leí 52 libros, y como tengo ganas de hacerle confesiones a mis lectores, los libros más edificantes de este año fueron los que me ayudaron a cruzar el umbral del amor. Comencé mi año con Léxico Familiar, de Natalia Ginzburg. El libro de esta autora italiana me abrió las puertas al camino de los recuerdos, y me mostró que el amor vive en la cotidianidad de los objetos, en la rutina de los quehaceres, en las palabras dichas y en aquellas silenciadas. El amor que profesamos hacia madres, esposos, hijos, es un amor que tiene su lenguaje, su léxico como diría Natalia en sus copiosas páginas.

Ese amor que se construye, que se edifica  y que se transforma también encontró su cauce en la lectura de El museo de la inocencia, de Orhan Pamuk. Las perfumadas páginas de la edición de Planeta recogían en sus letras las vicisitudes de un amor andariego, que se dilataba con los años, que crecía en las dimensiones del corazón. Un amor dotado de paciencia, un amor armado de recuerdos y de preciosísimos instantes. Tan penetrantes fueron en mi vida los recuerdos del amor de Kemal y Füsun (protagonistas de Pamuk) que  pude vivir en carne propia algún episodio específico de la novela; un momento que fue mucho más bello y mágico por haber sido el dejá vu de las páginas de un libro.

El malentendido de Irene Nemirovsky fue un libro que llegó cuando me sobrevino cierta amargura, y me sorprendió al retratar en su páginas y en sus protagonistas los rasgos de alguien a quien conocía. El libro me intrigó anticipando ciertas reacciones que habrían de esperarse con el tiempo.

Este año también tuve un curioso reencuentro. Un día pasé de incógnita por una librería y me encontré con Del amor, del olvido, páginas que resguardaban la obra de Darío Jaramillo Agudelo. Había leído sus poemas de amor muchísimo antes de conocer la emoción como tal, y reencontrarlo fue como descubrir algo que me había parecido bello en algún momento pero que no comprendía del todo. Pude releerlos, disfrutarlos, entenderlos, saboreando sus páginas como el reencuentro con un viejo amor, descubriendo que sus palabras por fin traspasaban los poros de mi piel.

Libros que han ido y venido en el transcurso de estos 365 días. Libros con los que me he topado por la simpleza de la casualidad. Libros que obran como magos del tiempo, que traspasan las dimensiones de nuestra vida y llegan a nosotros justo cuando los necesitamos. Son talismanes, objetos mágicos, pequeñas personitas que viven en los escaparates de la biblioteca y que a lo largo de nuestras vidas estarán ahí con su eterna compañía. Feliz 2018, queridos lectores.

 

@valentinacocci4  valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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