Un cuento o una verdad a la italiana

Enrique Aparicio
02 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

Eran las 4:10 p.m. La playa bullía no de gente sino de sudor, comida en exceso, lonjas de carne producto de los michelines, olor, ese olor que produce la carne humana adobada con bloqueador y desodorante. Leía el periódico o, mejor, el universo del fútbol, no miraba a nadie. Un café y un cigarrillo en la mesita coja y allí pensaba en su madre que ya no existía. Estaba en algún lugar del cosmos, pero seguro no en esta playa o en esta ciudad o en este país o en este planeta.

La costa italiana de Liguria contiene joyas de pueblos de pescadores, hay especialmente unos llamados “Cinco Tierras” que encierran la fuerza y belleza de la gente de mar: Monterosso al Mare, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore. Nuestro protagonista había nacido en Monterosso el día de una tormenta.  

Gente de mar y de penas. Paradójicamente quería huir de aquello que le daba de comer: el mar. Un sentimiento ingrato con quien le había protegido.  

El día que se despidió de la familia y amigos fue la envidia de muchos. Un trabajo en el banco de La Spezia, el puerto cercano, le abriría las puertas para poder soñar con la esperanza. Pensión, lluvia de mujeres disponibles, seguridad y el final de la incertidumbre.

El pequeñísimo escritorio del banco empezó a ser su asentamiento desde donde, según él, percibía todo. La divorciada recepcionista que insistía en darle visiones cosmopolitas de la ciudad y hacerle sentir su poca valía como producto de la playa pedregosa de Monterosso era aceptada como la consecuencia obvia de quien sólo ha vivido la brisa y el cabalgar sobre las olas y no más.

Pensaba qué admirable es sentirse manejado por un ser que le indicaba a dónde debía ir y a dónde no. Asesoría suprema de los pobres de mente que consiguen manipular las ilusiones de otros con la mediocridad de sus propios complejos.

Las rutinas diarias, el banco, pernoctar en el mínimo cuarto alquilado a una familia en las afueras de La Spezia, mostraban cómo la incertidumbre se puede eliminar. Basta con aceptar lo que la mente considera seguro, es decir, un entierro pagado. El banco tenía pólizas especiales para accidentes en el delicado oficio de vivir. Y la obvia mínima pensión ganada con sudor y paciencia. Todo arreglado.

Los días o los años no eran identificables, pasaban. Al final no entendía si el tiempo era algo estático o eterno. Su más fuerte recuerdo del tiempo era la salida de Monterosso, los adioses y abrazos familiares, como alguien que emprende un viaje sin retorno a la jungla humana, donde el Dorado de la felicidad está asignado a unas circunstancias que había que alcanzar.

La misma pizzería todos los días, el jefe de un banco que no se movía ni para adelante ni para atrás y la insigne recepcionista dedicada a educar a la gente de Monterosso comenzaron a convertirse en fantasmas de su centro interior. Las olas parecían reírse de tanta ilusión fatua.

Llegó el día, la hora. Los empleados, sus amigos, fueron entrando por grupitos en el pequeño salón.

–Por favor, señores, gracias por su asistencia –dijo el gerente de la pequeña sucursal de banco, el licenciado Umberto Cerruti, una vez que llegaron todos los invitados–. En el día de hoy queremos ofrecerle un homenaje más que merecido a un hijo de Monterosso quien ha estado con nosotros por más de 35 años. Su labor al frente de la oficina de repartición de correspondencia y café fue importante para el banco. Un funcionario que mantuvo en alto la tradición de nuestra institución con una actitud de gran compromiso.

El regreso a Monterosso no tuvo mayor bombo. Su padre, más viejo y más pobre, lo esperaba con impaciencia solícita de aquel quien ve en el vástago la solución de su vejez, no porque lo hubiera querido, sino por el sentimiento ancestral de la deuda no escrita de que hay que cuidar a los viejos sin dar nada a cambio. Una exigencia de una vía. Egoísta, sin discusión. Por ser viejo y ser su padre, se lo merecía. Punto.

Georgia, de ojos verde gris, estaba ahí. Su ilusión de pequeño, su primer y único amor desde que ambos tenían siete años. Solían caminar en la playa de mucho sol y mar, tirando piedras para que saltaran cuando las olas estaban en calma.

No hablaron mucho. En un momento, mientras en el café de recibimiento se servía cerveza y prosecco, logró empujar a Georgia afuera para observar el mar con ella. La miró firmemente, como diciendo: “Tengo miedo de hablar, quizás mis palabras me condenen”.

Hizo una mueca para reprimir unas lágrimas. Sólo pronunció tres palabras: “Perdóname, me equivoqué”.

Acto seguido abrió el sobre que su padre, en forma confusa y sin mayor vocación, le entregó al llegar al café de recibimiento. Era una carta de su madre, quien murió a los pocos días de su partida a La Spezia, y que nunca llegó a sus manos.

“Querido hijo, cuando leas estas palabras yo estaré en algún lugar inalcanzable para ti, pero quiero repetirte algo que te dije en vida: eres gente de mar. No por ello eres pobre o ignorante. Conserva tu raíz en el mar, él te dará respuestas y soluciones. Los pescadores no somos ni pobres de espíritu ni de mente. Somos fuertes. Sabemos enfrentar el mal tiempo y utilizar el bueno.  Somos gente de mar. No abandones tus raíces. Comprende que el desarrollo personal no consiste en abandonarlas, sino en fortalecerlas. Somos gente de mar. Hijo mío, conserva lo que nadie te podrá quitar, tu sentimiento por el mar”.

Nota: El YouTube tiene vistas que fotografié de una parte del mar de Liguria llamado “Cinco Tierras” con la canción Gente de mar.

https://youtu.be/sppXO2lHOKA

Que tenga un domingo amable.

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