Un fotógrafo para nuestra época

Eduardo Barajas Sandoval
17 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

La fotografía se vino a sumar, muy a tiempo, a la tarea de describir e interpretar el mundo, que por siglos estuvo a cargo de la tradición oral, la escritura y la pintura. Poco a poco se fue abriendo paso, hasta llegar a volverse cosa de todos los días, que ahora circula por los laberintos de los medios digitales, en manos de cualquier persona y en cualquier recodo del planeta. Con la ventaja de que los millones de imágenes fotográficas que se producen a cada segundo circulan con rapidez inaudita y presentan de lleno, y de una vez, el argumento de cada mensaje, con sus luces y sombras, sus insinuaciones y sus contrastes.

El recuento ilustrado de actitudes y situaciones de la cotidianidad de la gente del común, de incidentes de la vida pública, de los dramas de sociedades enteras, de hechos simbólicos de sus fortalezas y debilidades, y de todo cuanto pudiese ser objeto de la captura a través de fotografías, jugó un papel de importancia a la hora de la confrontación entre la idea que los países tuviesen de sí mismos y las imágenes que los retrataran.

Un libro lleno de fotografías, publicado en 1958 por un suizo que resolvió alejarse de la monotonía bucólica de los Alpes para recorrer el que para la época era paraíso de migrantes, causó primero furia y luego furor entre quienes hasta entonces creían tener la misión exclusiva de interpretar los variados tonos de la vida profunda de los Estados Unidos.

Cámara en mano, Robert Frank hizo un recorrido extenso por la América del Norte. A su paso captó imágenes que más tarde se volvieron legendarias, después de haber producido sorpresa, molestia, extrañeza, melancolía, añoranza y ganas de echarle cabeza a cosas que hasta entonces habían pasado inadvertidas.

La aventura de Frank resultó ser generadora de un particular estilo fotográfico. Bajo el título The Americans, apareció primero en Francia. En sus páginas se reflejaba, entre otras, una buena variedad de clases sociales en un país que prendía, salido de la guerra, y disfrutando de la victoria, abrigar solamente felicidades. Miles de “lectores” americanos de la obra pudieron advertir, solo entonces, la existencia de diferentes mundos, hasta entonces ignorados, que quedaron reflejados en imágenes captadas por los caminos de cuarenta y ocho Estados.

La Fundación Guggenheim patrocinó la toma de casi treinta mil imágenes, de las cuales apanas un poco más de ochenta revelaron, en las páginas del libro, una “América en blanco y negro”, con todo lo que ello pudiese implicar frente a la idea que cada quien tuviera de la gente que poblaba y animaba la vida de la Unión Americana. Solo que no todo el mundo quedó contento, pues hasta entonces había predominado una especie de “discurso gráfico oficial”, estereotipado, que cumplía la misión de proclamar solamente las facetas del éxito de un país que en ese momento se consideraba protagonista de la historia.

Gente de diferentes edades y colores, mirando al mundo, sin ilusiones, desde la ventana de un autobús; un hombre apurando una taza de café; señoras perdidas en un parque de diversiones; y cientos de imágenes similares, pusieron en el escenario a personas hasta entonces ignoradas, por insignificantes. Nodriza negra cumpliendo el deber de cuidar a un indiferente niño blanco, negros tirados en el prado frente a edificios ajenos, artistas y acróbatas de medio pelo, sombras indefinidas, techos desapacibles, la bandera de los Estados Unidos que tapaba la vista de alguien tratando de mirar por una ventana, entraron a competir, como símbolos del país, con las imágenes de los héroes de la guerra y los glamurosos millonarios de Manhattan.

El destape de esa América profunda, por otra parte, resultó aclamado por personas que encontraron en la colección de imágenes de Frank una obra de interpretación de los Estados Unidos equivalente a la de Alexis de Tocqueville en su famosa “Democracia en América”, que descubrió a los Estados Unidos ante el mundo en la tercera década del Siglo XIX.

Si antes de morirse la semana pasada en su aislamiento de Nueva Escocia, a sus noventa y cuatro años, Robert Frank hubiera hecho un recorrido similar al de hace siete décadas, y hubiera captado las imágenes correspondientes, en el ánimo de meter en menos de cien páginas la compleja composición de los Estados Unidos de hoy, el resultado habría sido otra vez impactante. Y no por las imágenes de la América popular, ahora marcada por la presencia de la América Hispana, que se va tomando con su trabajo, su comida y su idioma, enormes sectores de la sociedad estadounidense, sino por el contraste con las imágenes de la clase política dirigente de ahora.

Ya no existe el señorío inocente de quienes creyeron, después de haber ganado la guerra, que llevaban la responsabilidad de dirigir por lo menos la mitad del mundo, sobre la base de unos valores afincados en la democracia y el culto por la verdad. En su lugar se vocifera un discurso dominado por la idea de volver a una supuesta grandeza que de hecho se reconoce ausente, al tiempo que se contradicen los principios de otra época, con la apelación a la mentira, sin pena, y a malabares de negociante que ponen en ascuas a todo el sistema internacional.

Tal vez un Tocqueville de nuestra época podría poner de manifiesto que esa Democracia en América, de hace casi dos siglos, pasa ahora por la prueba más dura de su historia. Y que la prueba de fuego no proviene de enemigos externos, sino de las convulsiones y confusiones que anidan en el alma de una sociedad llamada a ejercer su voluntad política bajo las presiones y las ilusiones falsas del populismo. Como república bananera.

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