¿Un gigante con pies de barro?

Juan Felipe Carrillo Gáfaro
28 de octubre de 2019 - 05:53 p. m.

Lo que está sucediendo en el este de Alemania no puede pasarse por alto y está lejos de ser anecdótico. Halle, una pequeña ciudad de 230 mil habitantes situada en el estado de Sajonia, en la que nació y vivió el compositor Georg Friedrich Händel, vivió hace unos días un intenso episodio de antisemitismo. De no ser por una puerta bien cerrada que impidió la entrada de un asesino a una sinagoga llena de gente, estaríamos hablando hoy en día de una masacre de proporciones similares a las acontecidas en la Segunda Guerra Mundial y que bien podría recordar por ejemplo lo que sucedió en el pueblo francés de Oradour-sur-Glane en marzo de 1944. El problema no es aislado: la presencia y participación política de la extrema derecha en Alemania ha llevado a que unosdesadaptados salgan a las calles a expresar no sólo su descontento con la política migratoria alemana, sino también su apoyo sin tapujos a la ideología nazi. El odio racial y la discriminación mostrados por ese asesino son la expresión más agresiva de una manera de pensar que está lejos de desaparecer en Europa y en especial en Alemania.

La premiada, magnífica y escalofriante película La Cinta Blanca – Una historia alemana para niños (2009) de Michael Haneke recrea la fuerza escondida que trae consigo ese tipo de pensamiento autoritario, cuyo origen data de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Los grupos que han expresado su furia en el este de Alemania han tomado cualquier tipo de disculpa para revolver las entrañas de ese pasado que, sin éxito, sigue luchando por ser pasado. ¿Cómo explicar que después de lo vivido hace casi 80 años, se vean en esas manifestaciones gorras con el lema “I love htlr” en clara alusión y apología a ese macabro personaje? ¿Cómo entender que en las calles de un país que se vanagloria por funcionar “bien” se hayan visto algunas esvásticas sin que los responsables de mostrarlas estén tras las rejas? Las respuestas a estas preguntas son inciertas; y ni siquiera la rigurosidad alemana y sus leyes han logrado frenar el ímpetu desenfrenado de esta horda de salvajes que le están haciendo un daño profundo a una sociedad cuya mayor herida sigue abierta.

Y en lugar de las respuestas surgen más preguntas y la bola de nieve se hace cada vez más grande. La policía alemana, muy hábil para controlar con tintes discriminatorios pequeñas infracciones sin importancia, queda muy mal parada: se ve pasiva y sin la capacidad y/o la intención de detener algo igual de aterrador que el nazismo de los años 30. El problema es que esas personas, que salen a manifestar en ciudades como Halle o Chemnitz, están contaminando a otras para que piensen como ellas. Ni la Bundesamt für Verfassungsschutz (BfV) (agencia de inteligencia del gobierno alemán) ni las diferentes estrategias pedagógicas desarrolladas en los últimos 30 años han conseguido, a través de programas concretos de lucha contra el racismo y la xenofobia, frenar lo que está sucediendo.

El problema es que esas personas no sólo salen de sus casas para participar en demostraciones de poder, sino también salen a trabajar, van a comprar el pan, hacen mercado, van por la autopista, y tienen a sus hijos en la misma escuela que cualquier extranjero. Son una minoría, es cierto; sin embargo, están ahí con esa furia incontrolable del que quiere devolverle a su pueblo esa estúpida “grandeza” ideológica de otrora. El problema es que la política alemana parece no estar reaccionando con la firmeza suficiente y en lugar de eso pretende escudarse en esa gran mayoría de gente buena que hace lo posible por demostrar que su país ya es otro país. La nube gris que arropa el territorio en los últimos días no presagia nada bueno para nadie si no se toman decisiones más certeras. 

Por desgracia la improvisación y la inacción también existenen países como Alemania. Por desgracia, también hay una intención, como bien lo mostró una columna de El Espectador el año pasado, de recrear un peligroso imaginario de la superioridad. Este imaginario no sólo se ve en el uso del lenguaje o en el nombre de las calles; a veces también se ve reflejado en la arrogancia de esas personas que muchas veces confunden el hacer las cosas bien y de calidad, con el sentimiento de que sólo unos pocos tienen esa capacidad. En ese sentido, no sobra ser un poco más humildes si se quiere saber qué está pasando. No sobra recordar en permanencia lo que pasó hace 80 años y estar dispuestos a que no vuelva a suceder en ningún contexto y por ninguna circunstancia. No sobra preguntarse, si nos remitimos a Oliver Nachtwey y a su obra La sociedad del descenso, si la necesidad de distinción xenófoba impulsada por una minoría no está descomponiendola Alemania de hoy; y si esos casos “excepcionales” la tienen convertida en un gigante con pies de barro.

@jfcarrillog

 

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