Un jardín de nomeolvides para David

Arturo Charria
05 de abril de 2018 - 03:30 a. m.

El primer 9 de abril que conmemoré fue en 2013, entonces era profesor del Colegio Los Nogales de Bogotá. Un día antes me reuní junto a tres estudiantes para hacer unas pancartas en donde hacíamos referencia a las víctimas del conflicto armado y al naciente proceso de paz con las Farc.

Ese 8 de abril llegué a la casa de David, allí estaban Alejandra y Juan Pablo, compartiendo lo más importante que tiene la amistad: la complicidad. Con papel kraft, cartón cartulina, aerosoles y pintura, hicimos carteles para llenar el camino a la cafetería. Sobre el papel escribimos preguntas que consideramos importantes ante un tema que ya comenzaba a polarizar al país: “¿Usted le daría la mano a la paz?”, “Desarmar el lenguaje de odio”, “Dar opción laboral a los desmovilizados”. Queríamos que los estudiantes se pintaran las manos de colores y las pusieran sobre la afirmación con la que estuvieran de acuerdo. 

El 9 de abril, una hora antes del almuerzo, comenzamos a poner los carteles. La mayoría los pegamos sobre biombos que encontramos en el taller del colegio, pero había uno que queríamos poner muy alto. Conseguimos una escalera en el taller y David se subió a colgarlo, el letrero decía: “Yo firmo por”. Al terminar de pegarlo, David me miró para preguntarme si estaba bien, justo en ese momento le tomé una fotografía. Allí sale él, con sus manos en las esquinas cartel, parado en el penúltimo peldaño de una escalera de más de dos metros; la camisa blanca del colegio ligeramente por fuera del pantalón y en el fondo el cielo despejado.

El recuerdo de esa fotografía se me cruza cuando pienso en el 9 de abril, pues tres años después, el domingo 3 de abril de 2016, recibí una de las llamadas más tristes de mi vida. David había sufrido un accidente, había caído de las piedras de Suesca mientras escalaba. Había subido tantas veces esas montañas que ya eran una extensión de sus manos. Pero cayó y el golpe de su cuerpo detuvo el corazón de quienes tanto le queríamos. 

A David lo conocí en 2011 cuando tomó la clase de Actualidad Colombiana. Tenía la mirada rebelde y desafiante. Era vegetariano, llegaba en bicicleta al colegio y las injusticias le hacían estallar de rabia. Jugaba ajedrez en los recreos y a veces faltaba a clase para poder terminar la partida, amaba las películas de Chaplin y devoraba lecturas de pensadores anarquistas. Dos veces por semana, una hora antes de que comenzaran las clases, junto a otros estudiantes y profesores nos reuníamos a leer a pensadores políticos mientras compartíamos un desayuno. Como decían que éramos “rojos”, cuando se graduó todos hicimos una comida en donde todo era de ese color: la pasta, el postre y la bebida.

En pocos días será 9 de abril y yo recuerdo a David sobre todas las cosas. Lo veo a través de esa fotografía sobre la escalera sosteniendo un letrero y lo pienso como si siguiera suspendido en el aire y en el tiempo. No puedo evitar pensar en lo que sería de su vida. Después del colegio nos vimos un par de veces, comenzó a estudiar Filosofía y todavía nos quedaban temas suficientes para hablar sin que la conversación cayera, exclusivamente, en recuerdos pasados. 

Con su muerte se han ido sembrando árboles en donde fue feliz y en donde supo templar su carácter, porque la vida, su vida, continúa. Yo sembraré en su memoria un puñado de flores nomeolvides este 9 de abril, porque su paso por el mundo fue suficiente para saber que la vida merece ser vivida. David una vez me preguntó en qué consistía la memoria, ese día no supe contestarle, pero ahora le diría, con absoluta certeza: la memoria consiste en llenar de motivos el corazón, para cultivar la vida en los espacios disputados por la ausencia. Por eso abril siempre será primaveral, querido David, y los jardines seguirán floreciendo.

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