El papa Francisco en dos planteamientos hechos la semana pasada, al recordar viejos y olvidados valores humanísticos (y cristianos) sobre la persona a partir del reconocimiento de su dignidad y libertad, pisó callos y ha dado mucho de qué hablar.
Algunos lo han hecho movidos por la incredulidad que les generan sus planteamientos, otros con renovada esperanza en que la dignidad y los derechos tienen finalmente un defensor de talla mundial y, en fin, los que ven en el Papa actual poco menos que al diablo colado en El Vaticano.
Francisco es un líder espiritual que predica “de palabra y obra”, directamente, coloquialmente, mirando al otro a los ojos y hablándole de tú a tú, con sencillez y sabiduría, como en una descomplicada conversación entre amigos que van al grano, que llaman a las cosas por su nombre. Lo contrario al protocolo del poder que formaliza los contactos entre personas, haciéndolos superficiales, desprovistos de calor humano y de sinceridad. No en vano él se define simplemente como un pecador que carga con una gran responsabilidad. La fuente de su carisma y autoridad es esa humanidad suya, algo exótico en el mundo maquillado y artificial de hoy, que idiotizó a los dirigentes de todos los pelajes y orientaciones, convertidos en tristes imitadores de las excentricidades de las publicitadas figuras del espectáculo. A Francisco lo mueve no el aplauso vanidoso sino la búsqueda del otro, el poder acercársele. “Sin gente no puedo vivir. Necesito vivir una vida junto a los demás”.
Su mensaje es directo, sin tecnicismos ni rebusques, como para que lo entienda el hijo del vecino. Un mensaje preñado de humanismo, de reivindicación de la dignidad y la libertad de la persona, de todas las personas. Por ello ha sido enfático en rechazar el comportamiento de quienes envueltos en un discurso de espiritualidad, pretenden invadir el ámbito inviolable de la intimidad, de la vida personal. Considera que por ello, las energías y preocupaciones éticas están mal dirigidas, desgastadas en discusiones estériles planteadas por personas y organizaciones fundamentalistas y dogmáticas, sobre asuntos como el matrimonio homosexual, la anticoncepción o el aborto, que no son ni las preocupaciones fundamentales actuales de las personas, ni los problemas centrales de un mundo que “lo que necesita es capacidad para curar heridas y dar calor a los corazones, con cercanía y proximidad”.
Más que grandes reformas organizativas, estructurales, que vendrán luego, lo urgente es propiciar un cambio de fondo en las actitudes frente a la vida, frente al otro (“el prójimo”), que habrá de empezar por “escuchar lo que sucede, el sentir de la gente, sobretodo de los pobres…”. Invita a recuperar la esencia de una vida humana basada en la solidaridad y en la dignidad de la persona. Es sencillo y por ello contundente en su visión: “Donde no hay trabajo, falta la dignidad. El trabajo es dignidad, llevar el pan a casa, y amar”. Para Francisco, la causa de la actual situación de degradación de la condición humana - y lo dice no como quien hace un descubrimiento, sino como quien reitera un mandato de humanidad - es que “vivimos las consecuencias de una decisión mundial, de un sistema económico que tiene al centro un ídolo…el dinero. El resultado (de esa idolatría), dos generaciones que no tienen trabajo y así el mundo no tiene futuro…Son los ídolos que nos quieren robar la dignidad y los modelos económicos y sociales que nos quieren robar la esperanza”.
¿Cómo avanzar en medio de ésta crisis económica y financiera, ecológica, educativa y moral, de derechos y de sentido de la vida? El papa responde, con solidaridad y adelantando acciones concretas y progresivas que permitan “encarnar los grandes principios en las circunstancias de lugar, tiempo y personas… tener proyectos grandes y llevarlos a cabo sobre esas cosas pequeñas”, en seguimiento de las enseñanzas de Ignacio de Loyola que predicaba que las pequeñas acciones son el camino, están al servicio de los grandes proyectos que se fijan las personas, las comunidades y las sociedades.
Es una voz fresca y esperanzadora en medio de la confusión, injusticia e irracionalidad reinante. Nos pone a soñar con los pies puestos en la realidad de nuestra condición humana.