Un ñero verdadero

Alberto López de Mesa
19 de diciembre de 2019 - 04:04 p. m.

La noche del 7 de diciembre, día de las velitas, me reuní en La Plaza España con “Mecánico”, un amigo habitante de calle con quien nos conocimos cuando El Oasis del Idipron era hogar de paso para adultos. De navidad le regalé pantalón y camisa, como le había prometido, y tomamos cervezas en una tienda de la Estanzuela. Me habló de su vida pasada y presente de modo tan honesto que decidí transcribir su relato como testimonio de la ciudadanía marginal e ignorada:

Me dicen “Mecánico” porque yo le desarmo y le armo el motor de cualquier carro. Mi nombre es Alfonso Monsalve y soy bogotano puro, nacido en Las Cruces y criado en el estadio El Campin. Lo digo porque allá mi mamá vendía fritanga los días de partido y desde chinche me llevaba para no dejarme solo en la casa. Soy hincha de Santa Fe, mi equipo del alma, con decirle que me llamo Alfonso por Alfonso Cañón, a quien conocí personalmente, lo mismo que a Pandolfi y a Ernesto Díaz, los que nos dieron la sexta estrella. Fue en 1975, yo tenía doce años, me le volé a mi mamá y colado en el bus de los hinchas fui a verlos ganar el campeonato en Medellín, en el Atanasio Girardot.

Yo fui gamín de los que nos trabábamos respirando gasolina. Un cucho del Ricaurte que tenía un taller de mecánica, me dijo: “huevón si le gusta tanto meter gasolina venga y trabaje conmigo, así vive trabado pero al menos produce”. Así fue como aprendí la mecánica de carros. Al cucho le dio un infarto y la mujer y los hijos cerraron el taller, yo quedé volando, sin trabajo, en esa época ya metía marihuana y me gustaba verracamente la calle. A veces me llamaban de algún taller, pero, si no, hacia mandados a los de San Andresito, ayudaba con el aseo en restaurantes y cantinas, mucha gente me llevaba la buena, todos sabían que yo metía de todo, pero sabía trabajar y no le jodía la vida a nadie.

Cuando pelao fui varias veces a las casas del Idipron. Con decirle que el padre Javier de Nicoló me insistió para que me metiera en sus programas, pero no, yo he sido y seré de la calle. Le voy a decir a usted una verdad que no han querido entender los sicólogos y los trabajadores sociales: s yo sé trabajar, si todos los días -haciendo esto y lo otro- me gano lo de mi comida, lo de mi dormida, lo de mi vicio y hasta para pasarles plata a las mujeres que me quieren, ¿qué gano encerrándome en un centro de esos?

Hay gente a la que sí les sirven esos sitios. Para qué negarlo. He visto manes y, sobre todo, pelados que en la calle vivían degenerados, hicieron procesos en las casas de la Alcaldía y ordenaron su vida a lo bien, pero eso no es para mí.

Mi mamá se la pilló a tiempo y un día me dijo: "Hijo, usted ya no va dejar los vicios, lo único que le pido es que no se meta en líos".

Yo a usted no lo miro por sus hábitos, sino por sus sentimientos, por sus pensamientos y por lo que sepa hacer. Pero nuestra sociedad, no sé de dónde le vino esa orden, se ensaña con los que metemos alguna droga. Ahí empieza el problema. Mire: todos los mecánicos del Ricaurte, de La Favorita, del Santa Fe, conocen la calidad de mi trabajo, pero apenas saben que uso lo que gano para comprar bazuco, se aprovechan y me explotan, por eso me compré la carreta y me volví reciclador, me va mejor y soy mi propio jefe. Desde que acabaron el Bronx duermo en ella, me levanté un aviso de Vaner, grande e impermeable, con eso he resistido tormentas, los únicos que llegan a joder son los tombos.

Le voy a decir otra terrible verdad. La prohibición de la droga nos está haciendo más daño a los viciosos que lo que nos hace la sustancia. Y se lo explico: todo lo que nos pase a los que consumimos sustancias prohibidas a la sociedad le importa un bledo. Los que se ocupan de nosotros son los policías, para quitarnos la dosis, para extorsionarnos, los tombos no reparan en que uno sea ñero y que nos toca duro para conseguir la platica, ellos en una batida le quitan a uno hasta las monedas.

Y lo que está pasando con las ollas. Eso sí que es un drama teso para los callejeros viciosos. Antes uno conseguía lo de su vicio y se metía en una olla a consumir para no dar boleta, para no afectar a los vecinos. Pues ahora, desde que el presidente prohibió la dosis personal y dizque le declararon la guerrera al microtráfico, lo que hacen es romper las puertas de las ollas, los expendios siguen funcionando, porque ellos ganan con el negocio, pero los sitios ya no tienen luz, ni agua, son literalmente un cagadero, y los viciosos habitantes de calle se meten de todos modos en esos antros, expuestos a infecciones, a enfermedades y a la sociedad no le importa, dirán: allá ellos, se lo buscaron.

Ahora, ¿qué hace el jibaro? Pues le sube el precio, rinde la merca, es decir le baja la calidad. Ya uno no sabe qué está metiendo. Un día de estos le pueden vender a uno algún menjurje tóxico, ¿y qué? La Secretaria de Salud no hará nada, la Policía dirá lo de siempre: se lo buscaron.

La prohibición y la perseguidera policial no afecta el negocio. Afecta al consumidor de drogas y, peor, a los más frágiles, a los más pobres: los habitantes de calle, que ni siquiera sabemos protestar, ni sabemos si tenemos derecho a consumir droga con dignidad. 

Pero yo me las arreglo para gozarme la calle y mis vicios. Me procuro la dignidad por encima del desprecio de la gente. Por eso, con orgullo le digo que soy un ñero verdadero.

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