Rabo de ají

Un oscuro santuario

Pascual Gaviria
13 de diciembre de 2017 - 02:00 a. m.

Hace 70 años estaba a punto de terminar el mandato británico en lo que hoy son las tierras de Jordania, Israel y Palestina. Una comisión especial de Naciones Unidas proponía la creación de dos Estados independientes con territorio igual, uno para los árabes y otro para los judíos. Jerusalén sería una especie de bisagra santa, un territorio imposible de dividir, un santuario común administrado por un gobernador internacional nombrado por la ONU. En la ciudad vivían 100.000 judíos y al menos 75.000 árabes musulmanes y cristianos, además de unos cuantos armenios, griegos, británicos… La propuesta de la ONU tuvo el inmediato rechazo de los palestinos y la liga árabe, quienes prometían “bañar en sangre cualquier entidad sionista que intentara erigirse, aunque fuese sobre un solo puñado de tierra palestina”.

La vida de una familia judía en esos tiempos de diásporas, recelos mutuos, trazados coloniales y odios viejos está retratada en una larga novela del escritor judío Amos Oz. Una historia de amor y oscuridad se ocupa más de la memoria que de la historia, de los pequeños fuertes que levanta un niño de nueve años en su casa diminuta más que de los campos de batalla, de los temores y las utopías de sus padres que de los titulares de la prensa de la época. Y muchas veces esa memoria particular puede ser más útil para intentar algo de comprensión que los discursos y las explicaciones de los internacionalistas.

Los abuelos de Amos Oz viajaron de Trieste a Haifa en 1939. Llegaron a regañadientes a una tierra que consideraban salvaje y demasiado asiática para sus refinamientos europeos. Su abuela, al ver la tierra prometida, soltó unas palabras simples y algo de veneno purificador: “El Levante está lleno de microbios”. El Levante era el territorio al este de Italia que comprendía buena parte de las costas de oriente sobre el Mediterráneo. En los años 30, dice Oz, las paredes de algunas ciudades europeas repetían una misma consigna: “Judíos, marchaos a Palestina”. Luego, cuando una numerosa diáspora judía ocupaba una parte del territorio que le señalaban como su lugar en la tierra, las paredes cambiaron de idea: “Judíos, fuera de Palestina”. Los familiares de Oz que se negaron a salir de Europa fueron asesinados en Vilna, Lituania, a comienzos de los 40. Se sentían ciudadanos europeos y no creían en los nacionalismos judíos, ni serbios, ni eslovacos, ni montenegrinos, ni irlandeses…

Antes de que el viaje fuera una obligación fue un sueño. Los judíos pensaban convencer a los árabes de la posibilidad de un futuro común: “Podríamos explicarles y convencerles de que de nosotros solo obtendrían beneficios económicos, sanitarios, culturales y otros muchos… Le mostraríamos al mundo entero una conducta ejemplar con la minoría árabe”. Unos años después de la llegada la realidad mostraba algunas diferencias y los barrios antes mezclados entre árabes y judíos imponían ciertos cuidados: “Empezó a formarse una especie de telón entre una Jerusalén y la otra”. Ahora los buses y los vendedores ambulantes debían dar largos rodeos, y los vecinos de años se despedían entre espinas por los trasteos obligados de barrio a barrio. Era el momento de las banderas y las advertencias. Jerusalén era entonces una ciudad “saturada de pinos, atemorizante y atrayente con su nebulosa fascinación, con el entramado de laberintos de callejuelas oscuras prohibidas y hostiles para nosotros, una ciudad guardiana de secretos maléfica, grávida de desgracias, una ciudad donde sombras oscuras flotan por las calles a la sombra de las murallas de piedra, peregrinos-sacerdotes con túnicas negras y capuchas negras, y mujeres con mantos negros y velos negros”.

 

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