Rabo de ají

Un oso Chucho

Pascual Gaviria
02 de agosto de 2017 - 03:30 a. m.

La imagen de un león, un oso o un mono en una jaula se ha convertido en una seña de injusticia que revuelve las emociones humanas. La exhibición de animales ha pasado de ser un acto instructivo a una muestra de crueldad. En el Medellín de los años 70 se celebraban las gracias de “Agripina”, una chimpancé que había traído la Sociedad de Mejoras Públicas desde Estados Unidos; era la estrella del zoológico y lo que se entendía como un espectáculo hoy solo tiene la certeza del abuso. Por eso en Colombia se aprobó el año pasado una reforma al Código Civil, que trataba a los animales como simples cosas, e, igualmente, una ley de protección animal (1774 de 2016) que declara a los animales como “sujetos sintientes” y entrega herramientas para protegerlos del sufrimiento y dolor que les puedan infligir los humanos.

Lo que en realidad resultó algo extravagante, original por decir lo menos, fue el fallo de la semana anterior a cargo de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia. Ante una petición de habeas corpus para liberar del calor de Barranquilla a “Chucho”, un oso de anteojos, viudo de “Clarita”, quien llevaba cerca de ocho años en La Arenosa, la sala decidió conceder el amparo constitucional y ordenar a la fundación que regenta el zoológico el traslado a la Reserva Natural Río Blanco en las goteras de Manizales. El oso cambiará de clima y no tanto de condiciones de reclusión, ya que creció en cautiverio y no tiene posibilidades de sobrevivir en su hábitat natural.

El fallo es reiterativo en reconocer el estatus de derechos que han ido logrando los animales —en su argumentación pasa por Saramago, Hume, Schopenhauer, Rawls y otros— y, al mismo tiempo, en hacer una diferencia entre la protección animal y la protección de los derechos fundamentales. Pero en medio de la jeringonza que a roza los cantos a la Pacha Mama, encuentra una justificación para igualar los mecanismos de protección: en vista de que los seres sintientes son parte de la naturaleza y ayudan a la conservación humana al hacer parte del equilibrio ecológico (los osos de anteojos esparcen semillas en el Páramo de Chingaza), es posible obligar a su cambio de “celda” por medio del habeas corpus. Parece increíble, pero el vocabulario de juzgado y la retórica ambientalista más reciclada caben en 35 páginas del fallo. Lo mejor del fallo está cuando llegan las diatribas contra los humanos, una especie de canto que remueve los cimientos sociales y gramaticales. Se trata de una “textura filosófico-jurídica diferente y creadora… en contra de quienes día a día destruyen sin consideración para saciar sus apetitos atesoradores y tecnocráticos, contra quienes diariamente envenenan y desecan los ríos, lagos, pantanos, humedales, arrasan páramos y aves, ecosistemas e insectos, contra quienes hunden sus herramientas, armas, maquinarias, retroexcavadoras…”.

No importó la jurisprudencia que reconoció derechos de los animales y aboga por las medidas administrativas e incluso los castigos penales para protegerlos. No importó que el Ministerio de Ambiente pudiera remediar la situación mediante actos administrativos —hay un programa nacional de conservación del oso de anteojos—, o que se pudiera acudir a una acción de cumplimiento para las corporaciones autónomas. Lo importante, parece, era ser primeros en el país en dar el paso, soltar un discurso y abrir la puerta a las tutelas, habeas corpus y otras acciones para la protección de derechos humanos a los animales. Cuatro veces los tribunales norteamericanos negaron acciones similares para proteger primates. Con argumentos serios y llamados a las autoridades administrativas o a los legisladores. Pero entre nosotros, en las sentencias parece que importa más la melodía que la letra.

 

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