Un presidente para enfrentar la desigualdad

Gonzalo Hernández
08 de mayo de 2018 - 05:40 a. m.

La gente ya está bastante acostumbrada a ver a Colombia punteando en los listados de desigualdad. Los resultados que nos ubican más cerca de Haití que de Argentina (para no ir muy lejos) no causan mayor estremecimiento.

Parece natural, obvio, inmodificable, incluso aceptable, que al 20 por ciento más pobre de los colombianos le corresponda menos del 5 por ciento del ingreso nacional, mientras que el 20 por ciento más rico cuenta con el 50 por ciento de ese ingreso. No faltan los descarados, con nostalgia medieval, que piensan que los privilegiados –como monarcas ungidos– y los pobres –como los súbditos– merecen esa distribución. Los sometidos quedan a la espera de la magnanimidad de los elegidos.

En asuntos de rankings, importa más el descenso reciente de Colombia en la clasificación de la FIFA –del puesto 13 al 16–. Y la fiebre mundialista tiene más temperatura que el tema de la desigualdad en la contienda electoral. Sin embargo, hay razones para que, así como los hinchas reclaman cambios de técnicos y formaciones cuando llegan las rachas de malos resultados, el día de las elecciones presidenciales votemos por propuestas correctivas de la desigualdad.  

Primero, la desigualdad económica es una forma de injusticia social. Refleja que millones de colombianos hacen parte de una nación que no brinda suficientes oportunidades para que todos accedan a los beneficios que la sociedad genera. Barato el patriotismo que se escucha por ahí mientras este tema no sea atendido con efectividad.  

Segundo, la desigualdad económica se traduce rápidamente en desigualdad política: algunos votos valen más que otros. La desigualdad debilita la democracia. Los intereses de los grupos que concentran el ingreso y la riqueza no están necesariamente alineados con los intereses de los pobres o de la clase media. A través de la financiación de las campañas de los legisladores y del ejecutivo, los grupos de interés condicionan la política económica y regulatoria.

No es sorpresa, entonces, por ejemplo, que los asalariados paguen tasas efectivas de impuestos más altas que muchas personas naturales beneficiarias de las utilidades, o que se protejan algunos gremios de la competencia, o que queden vacíos jurídicos para que los corruptos no sean sancionados con severidad. La desigualdad mina la democracia y las instituciones necesarias para el desarrollo económico de largo pazo del país. 

Y que quede claro que para corregir la desigualdad económica no es necesario fracturar el país. Se puede arrancar con una estrategia de mayor y mejor gasto público en educación y salud. Por cierto, la Cepal ha mostrado evidencia de que el gasto público en salud y educación es el mecanismo que más corrige las desigualdades de ingreso en Colombia, por encima, por ejemplo, de las transferencias públicas en efectivo o las contribuciones a seguridad social. De hecho, las pensiones en Colombia intensifican las desigualdades.

En tres semanas, votaré por un candidato que priorice el gasto público en educación y salud para remover las barreras que se le han puesto al desarrollo de Colombia. Y pondré las manos en las orejas para no escuchar el canto de sirenas de que eso se logra con una reducción del Estado –con menos gasto y con menos impuestos–.

Un avance fuerte y modernizador de los sectores públicos de educación y de salud debe ser financiado con más impuestos pagados por las personas naturales que más se han beneficiado de la sociedad por largo tiempo. 

Profesor asociado de Economía y director de Investigación de la Pontificia Universidad Javeriana (http://www.javeriana.edu.co/blogs/gonzalohernandez/).

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