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Casa Blanca

Juan David Ochoa
06 de junio de 2020 - 06:28 a. m.

La Casa Blanca, la misma que construyeron los esclavos después del incendio de Washington, fue rodeada el 1° de junio por manifestantes que llegaban allí para gritarle a Donald Trump la furia por la muerte de George Floyd a manos del agente Derek Chauvin. Por primera vez en la historia, la seguridad y el Servicio Secreto decidieron apagar sus luces y dejar en la oscuridad a los manifestantes que seguían viendo el máximo símbolo del poder como un fenómeno surrealista: la casa presidencial del país de la democracia ocupada por un racista impune que sigue explayando odio y fuego sobre el incendio. Lo hizo en las primarias y en la candidatura oficial, y lo sigue haciendo a seis meses de las elecciones. Lo hace porque sigue trabajando para su bastión leal: la base invisible del racismo que se ve posicionada y acreditada por él, los xenófobos que pueden hablar solo bajo su discurso legitimado, los misóginos que ven proyectado su desprecio en el atril poderoso y reiterativo de sus confesiones. A esas bases fieles y desdibujadas por el progreso les habla Trump, y ahora lo hace con el silencio cómplice ante la muerte de George Floyd, atacando a los manifestantes y eludiendo el nombramiento del agente asesino. Si lo hace, perderá la fidelidad de esa última estirpe de odiadores que le pueden garantizar la reelección, ya que el cacareado logro de una economía ascendente se le ha destrozado sin posibilidad de maquillaje. En tiempos de pánico y destrucción, Donald Trump ha elegido el desprecio como argumento, y sabe que puede capitalizarlo bien entre los chivos expiatorios que empiezan a aparecer entre la confusión de los posibles culpables del desastre, pero cada vez más puede vérsele errático y desconectado. Sus discursos tienen el tinte de un espectáculo cada vez más perverso y disparatado: el martes siguiente a su estadía pública en el búnker, escondido de los efectos de sus propios eructos de odio, obligó a las fuerzas de seguridad de la Casa Blanca a dispersar a los manifestantes por la fuerza para hacerse tomar una foto con una Biblia frente a una iglesia incendiada. Pudo escoger el momento y el lugar para un discurso de reconocimiento de fallas desastrosas y errores fatales contra comunidades históricamente marginadas, pero eligió el mismo momento y lugar para agigantar la furia de las manifestaciones y hacer estallar las portadas de tabloides con su foto estelar: una Biblia sobre un muerto.

EL jefe del pentágono, Mark Esper, se ha desmarcado de Trump y se ha negado al uso del ejército en las calles para contrarrestar las protestas. Los generales, según los últimos informes, se niegan cada vez más a aceptar sus disparates. Trump se queda solo entre el humo y la polvareda de las mayores protestas en la historia después de la muerte de Martin Luther King, y debe encenderlo todo ante la apertura de las primarias que buscará romper una vez más hasta su coronación. Ahora es cuando resulta más peligroso e impredecible, y justo eso es lo que sabe hacer muy bien.

 

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