Una ciudad sin librerías

Arturo Charria
27 de diciembre de 2018 - 00:00 a. m.

A diferencia de otros compañeros de universidad, yo llegué tarde a la literatura. No fui un lector precoz de esos que devoraban grandes sagas infantiles o libros de magos y de piratas; apenas si terminaba los que me ponían en clase y con frecuencia perdía español. Cuando cumplí 17 años me dieron $150.000, una pequeña fortuna que estaba decidido a gastar en libros que me habían recomendado o sobre los que había escuchado hablar. Fui a varios lugares de la ciudad en los que además de útiles escolares y sacar fotocopias también vendían libros. Pregunté por los que tenía apuntados en una lista y el resultado fue siempre el mismo: no los tenían. Sólo se conseguían unas cuantas ediciones de bajo costo del Plan Lector del colegio. Sentía que tenía que leer mucho para ponerme al día con tantas lecturas, como si se tratara de una deuda que nunca podría terminar de pagar. 

Esa misma soledad volví a sentirla hace poco mientras caminaba por los escandalosos pasillos de la Panamericana en Cúcuta, en donde además de televisores, útiles escolares y juguetes también permiten vender libros. Se trata de una pequeña sección en la que los libros se asfixian por falta de aire y en donde hace unos meses había una mesa en la que las personas podían sentarse y hojear un libro, probarlo para ver si estaba hecho a su medida. Pero quitaron la mesa. En su lugar pusieron una canasta con saldos editoriales y juguetes con 50% de descuento: una ganga que se refleja en la fila de personas frente a las cajas con carritos de mercado llenos, pero sin libros.

Cúcuta, al igual que otras ciudades intermedias de Colombia, no tiene librerías. Esta situación ha hecho que las montañas que rodean a la ciudad crezcan y se profundice su aislamiento provincial de frontera sin mundo. ¿Para qué una librería en una ciudad en la que no hay lectores?, suelen decir algunos cuando surge el tema: “No es negocio”, “Con esta crisis fronteriza nadie va a gastar lo que no tiene en cosas que pueden bajar de internet”, afirman. 

Quizá en eso radica la ausencia de librerías en la ciudad. No se entiende que una librería es mucho más que un espacio al que se va para comprar un producto. Entrar a una librería es ingresar a un espacio en el que siempre se está acompañado, aunque se camine solo; como si de golpe la sombra de otros nos hiciera compañía y sentimos una satisfacción que nos llena el cuerpo por todas partes. Basta con tener una buena conversación en una librería con un desconocido o con el librero para comprender que la curiosidad es la virtud más grande que tiene un lector. Por eso, más que un espacio comercial, es un punto de encuentro y una experiencia que se habita a través de las palabras. 

Una ciudad que no tiene librerías es un archipiélago sin agua en donde solo crece la soledad y el pensamiento se trunca; la mediocridad anestesia el espíritu crítico y el conformismo se confunde con la costumbre. En Cúcuta esta ausencia resulta agobiante y pesa más que el calor del mediodía, limita el espacio de disertación y hunde a sus habitantes en un letargo del que parecen no despertar nunca. De ahí que leer en Cúcuta, más que un milagro, es una forma de resistencia. Tal como sucedió con Montag, el protagonista de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, el bombero cuyo trabajo era quemar libros y que se transformó cuando uno cayó en sus manos: “casi obedientemente como una paloma blanca, agitando las alas. A la débil e incierta luz, una página desgajada asomó, y era como un copo de nieve, con las palabras delicadamente impresas en ella. Montag sólo tuvo un instante para leer una línea, ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero: El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer”.

@arturocharria

 

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