Una elección sin líderes

Hernando Gómez Buendía
14 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.

Los pomposos y abundantes seminarios sobre cómo ser un líder son puras estafas.

Por supuesto que se puede estudiar el liderazgo, pero nadie puede aprender a ser un líder. El liderazgo no depende de las supuestas calidades o actuaciones del líder, sino de los sentimientos y creencias de sus seguidores.

Líder es la persona en quien otras muchas ven reflejadas sus frustraciones y anhelos más profundos, y quien reune las virtudes y defectos necesarios para creer que él (o excepcionalmente ella) sí podrá realizarlos.

Por eso el liderazgo es tan escaso. En Colombia tendríamos a Bolívar, tal vez a Melo y seguramente a Núñez en el siglo XIX. En el siglo XX tendríamos a Gaitán sin duda alguna, tal vez a Rojas Pinilla y creo yo que a Galán. Cada uno de ellos encarnó un descontento extendido, con la nitidez y la pasión suficientes para que muchos lo aclamaran como su gran esperanza.

Álvaro Uribe es el único líder del siglo XXI. El que captó y encarnó el sentimiento más rotundo y más generalizado que se conozca en la historia de Colombia: el rechazo nacional hacia las Farc.

Si este sentimiento parece —y es— mezquino como base para construir una nación, tendríamos que admitir que infortunadamente somos una nación mezquina. Pero el hecho está ahí: Uribe es el odio hacia las Farc convertido en terremoto político, con todas las virtudes y defectos necesarios para librarnos de una pesadilla y derrotar a esos 6.000 palúdicos que unas Fuerzas Armadas ineptas no habían podido derrotar en medio siglo.

Uribe es el héroe que acabó con los bandidos que hacían imposible la vida en más de media Colombia, y es también el bandido que lo hizo sin reparar en los medios para hacerlo. Hizo lo que el país quería y de lo cual medio país se arrepintió muy tarde.

Lo que ocurrió después de Uribe —y lo que va a ocurrir el año entrante— es una simple consecuencia de Uribe: no hay espacio para otros liderazgos, pero el odio a las Farc ya no mueve a tanta gente.

La tragedia de un caudillo como Uribe es que no hay quién lo reemplace. Él quisiera un sucesor confiable pero inviable, y acaba por escoger a algún traidor en potencia. Uribe quería a Uribito (el que acabó extraditado), pero acabó escogiendo al más lambón (el que le armó el Partido de la U) y el más ladino (el que aguantó hasta lo último y de este modo desplazó a sus rivales Noemí y Vargas Lleras).

Santos, el oportunista, es casi exactamente lo contrario de un líder. Quiere quedar bien con todos, hablar por todos, representar a los pobres y a los ricos, a las víctimas y los victimarios, al centro y las regiones, a los políticos y los antipolíticos, a los católicos y a los escépticos. Por eso no despierta entusiasmo, no marca en las encuestas, se disfrazó de Uribe para ser presidente y su fiscal Montealegre tuvo que destruir a Zuluaga para poder reelegirlo.

¿Y para el año entrante? Uribe tiene a sus cinco bobos confiables pero inviables del Centro Democrático, y acabará escogiendo a su segundo traidor entre Ramírez, Ordóñez y —sí señor— Vargas Lleras. Los liberales son tan oportunistas como Santos… y tan difíciles de elegir como Santos. Los tres de la anticorrupción no dan la talla del líder multitudinario… y el fiscal Martínez ya les montó la guerra sucia.

Quedan Petro y la izquierda, que no pueden ganar, pero sí hacer que Uribe gane otra vez con el discurso-sucedáneo de las Farc: el del “castro-chavismo”.

Y este es el liderazgo que produce Colombia.

*Director de la revista digital Razón Pública.

 

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