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Una mala caricatura

Augusto Trujillo Muñoz
20 de febrero de 2009 - 01:22 a. m.

No me resulta fácil leer al columnista Daniel Samper Ospina, tal vez, porque sus textos no hacen análisis sino caricatura. A diferencia de él, yo prefiero la caricatura dibujada a la escrita.

Lo que hace Samper es esto último. Pasó de ser un periodista más o menos ligth en ‘Soho’ a un caricaturista en texto, más o menos malo, en ‘Semana’.

Sólo a veces –no muchas- de sus artículos emana aquel sentido del Humor, con mayúscula, que produce efectos tan placenteros como necesarios en un país donde las acciones y las reacciones –en la base y en la cúpula, pero sobre todo en la cúpula- siguen siendo viscerales. Es cuando hace prosa con humor, no caricatura literaria.

En su último artículo, titulado “una frijolada para Piedad”,  actúa –en este caso escribe- con las vísceras. Hace una caricatura que ofende y que ridiculiza. Eso genera rabias, es decir reacciones viscerales. Nadie puede ridiculizar a otro por un defecto físico, ni burlarse impunemente de las limitaciones, las carencias o la angustia de los demás. No es así como se ejerce, en forma sana, el periodismo.

Disiento de Samper cuando afirma que, en este país, comienzan a darse silvestres un racismo bochornoso y un clasismo pestilente. Probablemente existen todavía esos prejuicios en algunos pero, en general, están cediendo a pesar del grado de polarización y de macartismo de múltiple signo, a que los colombianos son sometidos por parte de los sectores más radicales de su país.

Pero además, la afirmación de que “toda negra vestida de blanco en un edificio del norte de Bogotá es una empleada doméstica” resulta agraviante. No para Piedad Córdoba sino para las empleadas domésticas. Ellas merecen el mismo respeto que merecen Piedad y Samper.  Abusa éste de la condición de aquellas; se comporta lo mismo que quienes las maltratan o les birlan sus prestaciones.

Quedan, de seguro, algunos clubes sociales y algunas viejas familias de una burguesía venida a más, o de una aristocracia venida a menos, cuya vida sigue transcurriendo en aquella Bogotá excluyente que imponía desde sus canapés al próximo presidente y/o al próximo alcalde. Por supuesto –y por fortuna- ya no sucede así.

Desconoce también Samper el suceso renovador que una acelerada movilidad social ha venido produciendo no sólo por debajo de la cúpula más antañosa, sino en la superficie de la vida comarcana. Allí hay otro país, distinto a esa mala caricatura del estrato diez que, a duras penas, sobrevive entre algunos invitados a las frijoladas de marras.

Tiene razón Samper en que “un país en el que hay ascensores especiales para las empleadas y los animales merece vivir en guerra”. Pero destila un veneno que, a diferencia del de las serpientes, le hace daño a su portador. Es al revés: las empleadas domésticas y las personas con defectos físicos tienen derecho a que el señor Samper las deje vivir en paz.

Ex senador, profesor universitario.

atm@cidan.net

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