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Una obra maestra

Manuel Drezner
15 de septiembre de 2008 - 12:57 a. m.

La muerte de un viajante, de Arthur Miller, que está presentando el Teatro Nacional con la dirección de Jorge Alí Triana, es una de las obras maestras indiscutibles no sólo del teatro contemporáneo, sino de toda la historia del teatro.

Se estrenó en Nueva York en 1948 y, curiosamente, en Bogotá se pudo ver muy poco tiempo después, en una presentación que hizo el gran actor argentino Francisco Petrone y que mostró al público lo que era el teatro moderno, en contraste con los dramonones a que nos tenían acostumbrados tanta compañía española de cómicos de la legua que aquí llegaban e inevitablemente se desbarataban.

Ya que se hace ese recuerdo, hay que decir que la compañía de Petrone tampoco tuvo gran respuesta del público y los actores tuvieron que acabar haciendo un equipo de fútbol para poder reunir dinero para volver a su tierra, lo cual muestra cómo se ha formado público entre nosotros, no poco debido a la labor del Teatro Nacional y de la lamentada muerte de Fanny Mikey. Ella precisamente había actuado en una primera versión de la obra, también dirigida por Triana hace un tercio de siglo y fue buena idea reponerla, ya que muchos clásicos se presentan y desaparecen.

Esta historia de un hombre fracasado, que vive en un sueño que le impide ver la realidad, muestra a gente que todo el mundo conoce con un crudo realismo: la tragedia está en que Willy Loman, el viajante, nunca puede entender por qué el destino se ha portado así con él, y ese acertado dibujo de personajes la convierte en la obra maestra que es.

En este caso, la nueva reposición hizo honor a la pieza, con acertado movimiento escénico (aunque se conservaron los paraguas del réquiem final, que también había aparecido la primera vez y que no sólo recuerdan Nuestro pueblo, de Wilder, sino que crean la cruel circunstancia de que la pobre viuda se está mojando mientras los otros escampan) y música muy adecuada de Óscar Acevedo, que agregó al drama, así a ratos se exageraba en su volumen. Una música incidental debe ser eso y, por tanto, ser de fondo, no en primer plano.

Las actuaciones muy profesionales, aunque ocasionalmente se echaban de menos más matices. Pero estos son detalles. Lo cierto es que el montaje de Triana es excelente y permite apreciar a fondo una obra que uno puede asegurar que es inmortal. El entusiasmo con que el público aplaudió muestra cómo ella caló en la audiencia, lo cual es la mayor recomendación que se puede hacer de una noche teatral.

 

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