Rabo de ají

Una oportuna debilidad

Pascual Gaviria
23 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

En septiembre de 1990, pasados menos de 30 días de llegar a la Presidencia, César Gaviria dictó el Decreto 2047 para “incentivar el sometimiento” de narcotraficantes. En el primer semestre de gobierno se completó la estrategia con tres decretos que aseguraban la no extradición, la acumulación jurídica de penas, los sitios especiales de reclusión. Los decretos tenían nombre propio. Se trataba de negociar la entrega de Escobar y los demás miembros del Cartel de Medellín. La seguidilla de entregas tuvo su punto crucial el 19 de junio de 1991 con la llegada de Escobar en helicóptero a una cárcel concertada con el alcalde de Envigado. El Minuto de Dios del padre García Herreros había logrado el milagro y la nueva Constitución respaldaba la principal garantía de los decretos.

El Gobierno colombiano renunciaba a la guerra a muerte contra el narcotráfico para buscar una salida menos cruenta. El presidente, heredero de un hombre asesinado por la mafia, usaba herramientas jurídicas contra el enemigo que en muchos terrenos sometía al Estado. Desde los Estados Unidos, Bob Martínez, zar antidrogas, preguntaba con las palabras del carcelero: “Hay alguien en esta sala que no quiere ver a Pablo Escobar encadenado de los tobillos, rompiendo rocas”. Los gringos se declararon perturbados.

El 11 de diciembre de 2006, con apenas diez días en el poder, Felipe Calderón declaró la guerra contra el narco en México. Envió 6.500 soldados al estado de Michoacán para demostrar que la pelea era peleando. Los asesinatos relacionados con el narcotráfico crecieron en promedio algo más de un 20 % en los primeros cuatro años de gobierno de Calderón. En septiembre de 2010, luego de cientos de capturas de narcos duros y miles de muertes, incluidas algunas por actos terroristas contra civiles, Felipe Calderón entregó a CNN unas declaraciones al menos inquietantes: “Vivimos al lado del mayor consumidor de drogas del mundo, y todo el mundo quiere venderle drogas a través de nuestra puerta y nuestra ventana. Y vivimos al lado del vendedor de armas más grande del mundo, el cual abastece a los delincuentes”. Al llegar al poder, el presidente Peña Nieto pidió un nuevo debate sobre la guerra contra las drogas con un papel activo de Estados Unidos en posibles cambios de estrategia. La guerra siguió y la entrega del Chapo a Estados Unidos en 2017 fue vista como el triunfo de una década. Sin importar que el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de EE.UU. dijera que la guerra contra los cárteles había sido “ineficiente en gran medida” y fallida a la hora de reducir la violencia.

El 30 de enero de este año, dos meses después de asumir la presidencia de México, López Obrador soltó una respuesta contundente durante una rueda de prensa: “No hay guerra. Oficialmente ya no hay guerra. Nosotros queremos la paz”. La semana pasada se aplicó de manera improvisada esa premisa presidencial en la ciudad de Culiacán. El alto gobierno, sin tiempo para negociaciones, con solo una posibilidad de reacción cercana a la de un policía cercado, decidió liberar a los hijos del Chapo Guzmán para evitar el ataque a civiles y el asesinato de militares detenidos. Esa muestra de debilidad del Estado puede ser también una oportunidad, un momento adecuado para intentar estrategias distintas que miren más hacia adentro que hacia afuera. La inercia de una política que ha resultado inútil durante décadas puede romperse de la manera más inusual. Los narcos en Culiacán han dicho que luego de los hechos de la semana pasada no hay nada que celebrar, el gobierno de López Obrador piensa lo mismo. Tal vez ese sea un primer acuerdo necesario.

 

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