Una República vibrante

Eduardo Barajas Sandoval
09 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Los beneficios del modelo republicano requieren, para ser efectivos, de un compromiso que exceda el círculo de los políticos y de los funcionarios. También debe ir más allá de la simple aceptación por parte de la sociedad. Una verdadera condición republicana queda consolidada solamente cuando la vivencia de sus principios anida y se expresa en la cotidianidad. Esto es cuando tiene raíces y también manifestaciones de vigencia en las relaciones sociales, el diálogo político, el ejercicio cabal de la autoridad del Estado y el respeto y acatamiento que los gobernantes sean capaces de obtener.

El elemento más valioso del patrimonio político de Francia es la vigencia consolidada de un compromiso integral con la República. Allí, el espíritu republicano se manifiesta en todas las instancias de la vida nacional. Es el mismo espíritu de la revolución que acabó con el absolutismo de la monarquía. Es una causa vigente, que se manifiesta tanto en los actos de gobierno como en las relaciones personales de respeto, aún dentro de las diferencias que se ufanan en sostener, y en la convergencia en torno a valores que siguen siendo los que corresponden al lema de la República: libertad, igualdad, fraternidad.

Lo anterior no significa que el camino haya sido plano desde siempre. Dentro del mismo modelo se han presentado mutaciones grandes y pequeñas. Las grandes han conducido a la secuencia de modificaciones institucionales que llegaron a producir hasta ahora cinco versiones de institucionalidad republicana. Las pequeñas han producido modificaciones en la trayectoria de los partidos, que corresponden a aspiraciones sociales derivadas de cambios económicos o de diferentes creencias en el concepto del bien colectivo.

Tal vez la clave de la vigencia de la democracia, y de la condición republicana de Francia, radique en el hecho de que allí los ciudadanos, más que en muchos otros países, no se resignan a ir simplemente a votar. Además de los partidos hay una sociedad que ejerce vigilancia y presión sobre el poder, que le exige y le pide cuentas. Como lo hace a través de los sindicatos, las agremiaciones, las comunidades estudiantiles, los medios de comunicación y ahora las redes sociales.

Para que se pueda apreciar la profundidad de un espíritu crítico ciudadano que jamás se rinde, hay en el seno de esa sociedad quienes consideran que todo lo anterior no es suficiente. Así se alimenta una dinámica que hace exigencias sin pausa a una clase política que tiene los mismos defectos de la de todas partes, pero debe actuar bajo la exigencia de elevar el nivel de su raciocinio y de sus propuestas. De allí que se vea obligada a mantenerse en forma y a concebir alternativas que eventualmente le conduzcan, con el favor popular, a la conducción del aparato del estado.

Dentro de esa tradición se han cumplido sesenta años de la adopción, por referendo, de la Constitución de la Quinta República. En el marco de ese estatuto, fruto de la experiencia de guerra y paz, y legado del general Charles de Gaulle, Francia ha presenciado la alternación de ocho presidentes, con visiones diferentes de la política, la sociedad y la economía, bajo fórmulas de equilibrio de poderes, mezcla sofisticada y compleja de elementos propios del presidencialismo y el parlamentarismo clásicos.

Al mismo tiempo, la República francesa ha pasado de ser protagonista solitaria de causas políticas y económicas a convertirse en motor de la Unión Europea. Sobre la base de la reconciliación franco alemana, cuya trascendencia solo se puede apreciar con una mirada amplia a los últimos siglos de la vida europea, la contribución francesa a la paz de Europa y a la construcción de las instituciones comunitarias, ha sido definitiva. Alineados con este último propósito han estado los principales cambios a la constitución de 1958.

El respeto por los derechos humanos, la apertura permanente a la formación, o el desmonte, de partidos o alianzas, las reclamaciones vigorosas de agricultores, sindicalistas o estudiantes, la contestación en las calles frente a propuestas legislativas o gubernamentales, el ejercicio de una prensa libre, el debate permanente sobre los grandes asuntos de interés nacional, las huelgas, aún en actividades esenciales, los concursos obligatorios para entrar a las escuelas u ocupar cargos de un servicio civil profesional y experimentado, los requerimientos de profesionalismo en todas las actividades, y la exigencia elevada en toda circunstancia de realización o de servicio, caracterizan y hacen sentir la vigencia de una República vibrante, que termina por resolver sus problemas dentro del marco de las instituciones.

En el fragor de la campaña presidencial de 2017, el líder de “La Francia Insumisa”, Jean-Luc Mélenchon, se refirió a “la ola que nos lleva de generación en generación desde La Bastilla hasta la República”, recorrido de una manifestación que tenía por objeto exigir la transición hacia una Sexta República, que cambie la tendencia a fortalecer una “presidencia monárquica”. Entretanto, Marine Le Pen, junto a la estatua de Juana de Arco, reclamaba desde el otro extremo cuotas de inmigración y cierre de fronteras en favor del proteccionismo, sin dejar de lanzar anzuelos con carnadas de populismo.

Por la calle del medio irrumpiría Emmanuel Macron. De un envión fundaría un partido y se haría con la Presidencia de la República y con mayoría suficiente en la Asamblea Nacional. Después de un primer tramo en el gobierno, lleno de gestos innovadores, por supuesto controvertidos, fue la semana pasada a Colombey-les-Deux-Églises a rendir homenaje al fundador de la versión actual de la República.

El anterior es un mosaico revelador de la riqueza política de una nación que, si abriera el paso a una Sexta República, no inventaría algo muy distinto de la Quinta; porque en el fondo lo importante es que existe un espíritu que circula por las venas de una sociedad que cree en un tipo de institucionalidad republicana que ha de mantener vigentes sus postulados originales.

La coexistencia de satisfacción, descontento, reclamaciones, aspiraciones, dudas, propuestas, protestas y disidencias, animadas todas por los sentimientos y el ejercicio político de la ciudadanía, seguirá impulsando un proceso que convierte a Francia en ejemplo de una democracia que se mantiene vigente gracias a las controversias que admite. Todo ello con epicentro en una creencia arraigada en los valores republicanos.

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