En un principio parecía un hecho pintoresco. Mientras el mundo entero padecía una misma realidad, la pandemia del COVID-19, pequeños grupúsculos decidían exiliarse a mundos paralelos donde no había virus. En lugar de aceptar lo que decían los científicos, privilegiaron todo tipo de teorías conspirativas. Sí, resultaba alarmante ver a tantas personas, incluso a famosos, transformadas en feligreses de nuevas mitologías delirantes, convencidos de que poderes invisibles querían controlarlos, pero qué se podía hacer, era parte del espectáculo del mundo contemporáneo: material para un meme o para chistes en redes sociales.
De pronto, sin embargo, esos habitantes de otros mundos salieron de sus foros conspiranoicos y se tomaron el Capitolio de Washington. Y no lo hicieron espontáneamente. Trump llevaba meses alentando su paranoia con teorías de un supuesto fraude electoral. El fenómeno adquirió entonces un semblante muy distinto. Empezamos a darnos cuenta de que estas realidades paralelas estaban forjando extremistas y de que el gran impugnador de la realidad objetiva en los últimos años había sido el mismo Trump. Su guerra contra las fake news y su extraña teoría de los “hechos alternativos” no eran la fórmula de un iletrado para salir al paso de las críticas, sino una estrategia para convertirse en una fuente alterna de verdad.
Importaba a Estados Unidos un populismo que convivía muy bien con la posverdad y en el que Trump no era el único que se sentía cómodo. Por todas partes surgieron políticos sin credenciales ni la más mínima capacidad de gestión, encantados de entablar guerras culturales y de abrir debates emotivos y feroces sobre nada. Una vez perdido el piso sólido de los hechos, quedaban el carisma y el poder de convencimiento, y muchos oportunistas se alegraron. Ahora sí podían entrar al juego y hasta ganarlo. No necesitaban saber nada, sólo hacer lo mismo que Trump. Negarle toda legitimidad al enemigo, demonizarlo y convertirse ellos mismos en una fuente alternativa de verdad, no supeditada a intereses espurios. ¿Cuál verdad? La que importaba, la del pueblo que ellos mismos animaban a mudarse a esa trinchera conspiranoica desde donde luchar contra Washington, contra las élites, contra los poderosos o contra lo que fuera.
Esa ha sido la dinámica política mundial de los últimos años y sus consecuencias más espectaculares las vimos cuando esa horda de fanáticos, convencidos de que Trump iba a salvar al mundo del comunismo y de la pederastia y del satanismo, lanzó su caricaturesca y mortífera intentona de golpe. Muy rápido habíamos pasado del gobierno de los tecnócratas al gobierno de los histriones de tertulia y de reality show. Si aquello parecía nocivo porque supeditaba la decisión política a la racionalidad económica, esto ha resultado peor. Está supeditando la política a la emoción tribal, a la verdad fraguada por el líder que sí dice la verdad y a la superioridad moral que da enfrentarse al satanismo, al heteropatriarcado, a la Unión Europea, a las farmacéuticas, al castrochavismo, al colonialismo o a cualquier otro monstruo invisible que ofenda y oprima a los de mi tribu.
De manera que no, aquel hombre disfrazado de bisonte que irrumpió en el Capitolio no era un simple freak, era el síntoma por excelencia de nuestro tiempo.