Una tormenta en un vaso de cianuro

Francisco Gutiérrez Sanín
17 de mayo de 2019 - 06:30 a. m.

A la hora en que escribo líneas, el presidente de la República no se ha pronunciado sobre la decisión de la Justicia Especial para la Paz de no conceder la extradición de Jesús Santrich, y la consiguiente renuncia “irrevocable” del fiscal Néstor Humberto Martínez que aquella decisión provocó.

La crisis institucional causada por la renuncia de Martínez es muy real. A la vez, la causa subyacente es pequeña y baladí. Y la reacción desproporcionada es perfectamente calculada, venenosa: de ahí el título de esta columna.

Para entenderlo, vale repasar así sea superficialmente los antecedentes del episodio. Ya lo he hecho en columnas anteriores, pero la actual coyuntura ha puesto a periodistas a trazar de manera sistemática su cronología, lo que facilita mucho las cosas. A Santrich lo capturaron por estar delinquiendo de nuevo, en concreto por estar traficando. Como documenté hace rato, tanto Martínez como el entonces presidente Santos declararon que había “pruebas irrefutables”, con todos los superlativos que se pudieran adicionar, sobre el comportamiento torcido del involucrado. Pero pasaron los días, y las pruebas no llegaron. En algún momento, la JEP pidió copia del expediente contra Santrich a las autoridades norteamericanas, pero la iniciativa no tuvo eco. La Fiscalía —no se sabe si por ineptitud o por mala fe, o por una combinación de ambas— continuó en lo suyo: adornando el caso con retórica greco-caldense, pero sin aportar una sola evidencia sustantiva.

Aunque respeto sobremanera la división social del trabajo, no creo francamente que este sea un caso sobre el que valga la pena hacer grandes disquisiciones jurídicas. Santrich estaba acusado de un delito gravísimo; si delinquió después de firmado el Acuerdo tenía que ir a la cárcel. Pero los acusadores no respaldaron su denuncia de ninguna manera siquiera remotamente plausible. La demanda, completamente irrazonable, de que se entregara sin soporte alguno a Santrich al gobierno de Trump hubiera sido el último detonante del proceso de paz. ¿Qué miembro de la guerrilla desmovilizada podría creer que estaba cobijado por un mínimo de estabilidad jurídica si algo de este tenor sucedía?

Alguno querrá criticarme por estar invitando al decir esto al “apaciguamiento”. Pero no. Si hubieran demostrado que Santrich había cometido un delito… Vamos: eso NO pasó. Me temo, en cambio, que aquí había una carambola a tres bandas: o la JEP permitía la extradición de Santrich, lo que significaba arrodillarla en público, o se rehusaba a hacerlo, lo que permitía ponerla frente al paredón. En ambos casos, se lograba un objetivo de fondo: lograr, como fuere, narcotizar el proceso de paz y crear un pánico moral alrededor de él.

Lo que de paso refleja el carácter irreflexivo, y mefítico, de esta tormenta en un vaso de cianuro. La extradición es un instrumento judicial, tan bueno o tan malo como cualquier otro. No es un objetivo en sí. El desempeño del Estado o de un tribunal no se puede medir por cuánta gente extradita o deja de hacerlo. Se mide por la consecución de bienes sociales. Uno de ellos, creo que el principal para la construcción de sociedad y Estado, es el de la paz.

Terriblemente tóxico, por lo demás, es que alguien con la dignidad de fiscal general esté proclamando que con esta decisión llega el fin del mundo y el triunfo del narcotráfico y/o de la subversión. No: el señor Santrich, un ciego de la tercera edad que gasta al parecer buena parte de su tiempo escribiéndole acrósticos a Fidel Castro, no tiene la capacidad, el apoyo ni las destrezas para subvertir el capitalismo global. En cambio, y por culpa exclusivamente de este oscuro episodio protagonizado por la Fiscalía de Martínez, pasó a simbolizar repentinamente las fragilidades, ambivalencias y perplejidades de nuestro proceso de paz.

Termina su Fiscalía dando un portazo un personaje oscuro, malsano, que deja un brutal y peligroso legado de desinstitucionalización.

 

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