Uribe y Trump: dos viejos camaradas

Sergio Otálora Montenegro
22 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Miami. Podrían llamarse los maestros de la mentira. O de la calumnia. Incluso, de ponerle etiquetas a sus adversarios, enemigos o críticos: terroristas, aliados de la guerrilla, violador de niños, Hillary corrupta, Obama enfermo, periodistas falsos, noticias falsas. Cacería de brujas. Persecución a la oposición. Entrega de la democracia a las Farc.

El repertorio es casi ilimitado como la imaginación de estos dos personajes —tan alejados en gustos, costumbres y culturas— que decidieron convertir Twitter en su tribuna global que les permite ventilar resentimientos, odios y revanchas a través de la vieja táctica de enlodar al oponente, con verdades a medias, patrañas o conspiraciones de utilería. Son, además, víctimas de su propio invento: Trump le ha dado a sus enemigos tantas espadas, provenientes de sus erráticos trinos, que “podría armar una legión romana””, como lo indicó el Wall Street Journal en un memorable editorial en el que le pide al inquilino de la Casa Blanca que revele de una vez por todas los secretos de su relación con Rusia o, de lo contrario, se atenga a las consecuencias.

Uribe también ha dedicado los 140 caracteres de su red social preferida a señalar de guerrilleros y narcoterroristas a periodistas u opositores. Ha tenido que retractarse, obligado por los tribunales, pero ha sembrado la rabia y la desinformación en su base, que lo sigue por esa simbiosis que hay entre caudillo y masas: lo que dice el líder es la verdad. Punto. Los simpatizantes más obcecados del multimillonario de Nueva York creen, a estas alturas del partido, que la investigación sobre la relación de la campaña presidencial de Trump con el Kremlin es una mentira, un truco de los demócratas y del “establecimiento” de Washington para descarrilar a un líder sin pelos en la lengua que busca rescatar al país de la ignominia.

Hay que reconocer que Uribe fue primero que Trump, y que nuestro compatriota es decano, en ese sentido, en el ejercicio de la irresponsabilidad, la ligereza, las acusaciones sin fundamento y los mensajes incendiarios. Es pionero en el intento de desacreditar a los medios o los periodistas que lo critican o se burlan de él; se inventó el artilugio de comparar a Santos con Maduro y la Venezuela chavista con la Colombia “al borde del comunismo”, para decir que su corrupto círculo íntimo de funcionarios sub judice (Andrés Felipe Arias o el comandante Ternura, Luis Carlos Restrepo) eran perseguidos por la justicia amañada y obediente a los designios del “autócrata” de la Casa de Nariño.

Los dos, mercuriales y sin límites, llenos de rencor, han hecho un daño irreparable en sus propios predios. Trump ha tomado por asalto las más acendradas tradiciones democráticas de su nación, no porque sea un rebelde, sino porque en su infinita megalomanía se cree superior, muy superior, a la Presidencia y a los 44 mandatarios que lo han antecedido. Se cree, pues, por encima de la ley. Como Uribe, un caudillo iluminado que no ha podido atemperar su ambición imperial ni siquiera con ocho años de Presidencia.

Su agenda, básicamente, es la del sabotaje. Y por el camino, llevarse al que se le atraviese. El turno le tocó al columnista de humor Daniel Samper Ospina, santo que no es de mi devoción: el intercambio de emails con Julio Sánchez Cristo es impresentable, la manera como se refiere a las mujeres, con ese lenguaje de adolescente de colegio de solo hombres; el tono de burla clasista que en un momento dado tuvo Soho bajo su dirección. Sin embargo, Samper es víctima de la ligereza, intemperancia y vesania de Uribe, y el periodista está en su derecho de defenderse.

Si Samper logra que el expresidente y senador se retracte será si acaso una victoria moral. Porque el caudillo seguirá en su destructivo andar, aupando la guerra, abriendo nuevas heridas, disparando a diestra y siniestra, mintiendo sin pudor, tergiversando con deliberada intención.

La consigna de estos dos energúmenos es no dejarse de nadie. Trump está enfrentado a sus propios investigadores, cree que con sus trucos de embaucador de ingenuos puede gobernar a un país y manipular el áspero mundo político de Washington, pero, hasta el momento, ha fracasado. Uribe sigue en su insólita campaña por volverle a echar plomo y leña al fuego. Tal vez cuando se vuelva irrelevante, y su caudillismo sea un mal recuerdo, será el momento en el que habremos encontrado el camino a la verdadera reconciliación.

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