El prestigioso constitucionalista Juan Manuel Charry publicó un artículo sobre los aspectos jurídicos de la vacunación. Afirma que “cada quien responde por su condición de salud según su valoración individual y no está obligado a vacunarse”. Inspirado en diversas sentencias, afirma que la autonomía de la persona es un valor que es necesario respetar.
Lamento no compartir esta idea. Pienso que Charry tiene razón en cuanto se relaciona con determinadas manifestaciones de la autonomía. Por ejemplo, reafirmo mi convicción de que la eutanasia corresponde al ejercicio de un derecho. Incluso, aunque suene un tanto audaz, no me alejo radicalmente de la idea de que parejamente la opción de prescindir de la propia vida corresponde a un ámbito vedado para la acción punitiva del Estado. Pero a mi juicio este es un territorio claramente acotado en cuanto que no afecta a terceros, o al menos la afectación es soportable. Un suicida puede afectar la situación de sus familiares. El Estado podría adelantar políticas de prevención, de asesoría y de apoyo sicológico. Pero no puede llegar hasta el punto de abordar este complejo e insondable problema desde la perspectiva de anular las decisiones individuales, lo cual además suele ser ilusorio. Con las debidas reglamentaciones —que el Congreso huidizo no ha querido abordar en serio—, también la eutanasia, la decisión de poner fin a la propia vida en el momento en que la dignidad de la misma ha desaparecido, corresponde al espacio individual.
Pero ocurre que frente a una pandemia, y esta en particular, la negativa a vacunarse, dada la capacidad de contagio del virus, no es una decisión personal y autónoma en tanto y en cuanto pone en riesgo a la comunidad. Así suene anecdótico, en mi infancia era obligatoria la vacunación. En mi propio colegio, éramos abordados por las autoridades sanitarias, que procedían a la inmunización sin solicitar nuestro consentimiento ni el de nuestros padres. Es más: me parece un contrasentido que exista y se reconozca la capacidad del Estado para decretar cuarentenas generales y confinamientos de los ciudadanos simplemente sospechosos, pero se le niegue la posibilidad de aplicar vacunas sin consentimiento.
También vale la pena recordar que la propia Corte Constitucional en relación con el cinturón de seguridad en los vehículos, si bien puntualizó la importancia de la autonomía, señaló que en un marco de proporcionalidad, la obligación para los fabricantes y los usuarios es plenamente constitucional.
De manera paralela, como lo señaló Moisés Wasserman en reciente columna, se ha despertado una resistencia irracional frente a la vacunación en general. Comunidades enteras se oponen a la vacuna del papiloma a la cual se le atribuyen de manera contraevidente toda clase de efectos. Confesiones religiosas han montado eficientes campañas para señalar los hipotéticos riesgos. Y en caso de la COVID-19, las leyendas sobrepasan la imaginación más fértil: que introducen un chip, que modifican el ADN, que desatan estragos fisiológicos.
El Estado ha tratado de contrarrestar esto con pedagogía, pero que un 40 % de la población rechace la vacuna es muestra de una situación social en que la franja lunática ha crecido en proporciones gigantescas. También en la política. Ojo con el 2022.