Cuando el Gobierno ordenó el confinamiento ya sabía que iba a tener consecuencias graves para la salud mental, por eso el ministro de Salud anunció que contaban con “una legión de 2.500 psicólogos” voluntarios para atender a la población.
Según una investigación de la alianza periodística Activamente, liderada por Mutante y publicada en este diario la semana pasada, como se esperaba, el encierro afectó emocionalmente a los jóvenes en especial, causándoles depresión, ansiedad y pérdida de sentido de la vida.
Unos 4.000 psicólogos sí ofrecieron sus servicios gratuitos para ayudarles a sus compatriotas angustiados, pero, como lo documentó Activamente en detalle, el Gobierno no hizo nada para permitirles a esos colombianos generosos ayudar. Ni dinero ni logística. Se valió de una plataforma gratuita que le ofreció una universidad y apenas pudo contratar a 263 psicólogos. Del dicho al hecho se perdió un cero. Tampoco el Ministerio se aseguró de que las EPS ofrecieran efectivamente el urgente servicio, y aunque la Superintendencia de Salud no dio información detallada, aceptó que había recibido unas 200 quejas por deficiente atención psicológica de las prestadoras de salud.
Con donaciones extranjeras, montaron una línea de atención psicológica con 36 teleorientadoras, que hicieron lo que pudieron para atender la gran demanda. El ministro delegó lo demás a las familias, la respiración profunda y el yoga, según sugerían las guías oficiales.
Así sucedió que mientras el Gobierno se autocongratulaba en TV por su excelente manejo de la pandemia, el peso de la atención al trauma que trajo el encierro recayó sobre universidades, oenegés y gente de buena voluntad. Es un asunto serio. Miles de jóvenes que venían con trastornos de salud complicados se agravaron. El estrés les dejará huella a muchos otros. Un estudio de la Universidad de Oxford, también citado en la investigación periodística, recomendó el aislamiento como medida de último recurso, pues este ha tenido “sorprendentes efectos psicológicos negativos (que se pueden detectar meses y años después) y se deben atender y mitigar”.
Ahora volvió la temporada de proclamas oficiales, esta vez sobre la vacuna. El pasado 18 de diciembre, el presidente Duque y su ministro Ruiz anunciaron que en los últimos dos días cerraron tratos con farmacéuticas para comprar 40 millones de vacunas para 20 millones de habitantes: a Pfizer y a AstraZeneca les comprarán diez millones respectivamente, las otras 20 millones de dosis saldrán del mecanismo multinacional Covax.
A comienzos de diciembre, el Gobierno autorizó girar a Pfizer US$12,80 por cada una de las diez millones de dosis, aunque dijo que cerró ese trato recién el 17 de diciembre. No explicó condiciones, fechas de entrega ni repartición de responsabilidades si hay efectos adversos. Dijo Ruiz que se buscó el balance “costo-beneficio” y que se hizo “un gran esfuerzo fiscal” con “rigor técnico”, pero aún están por verse las evidencias de tantos adjetivos autolaudatorios.
Además, prometió que la distribución estará lista, que ya llegan los 44 ultracongeladores —también recién negociados—, que tienen 7.920 vacunadores y que las dosis fluirán sin contratiempos en fase 1 a los 11 millones de personas más vulnerables desde el primer semestre de 2021.
Todo suena emocionante en boca de nuestro articulado ministro, pero después del fiasco de los 2.500 psicólogos, que terminó en 36 teleorientadoras, después del lamentable desempeño de las EPS en atender a jóvenes desesperados en pandemia, sin que el Gobierno hiciera algo para evitarlo, cuesta creer que todo esté tan fríamente calculado.
Y lo que duele más no es la dificultad para conseguir vacunas (¡hasta la ejemplar Taiwán se ha demorado!). El pinchazo que más atormenta es pensar que tantas palabras bonitas escondan feas mentiras.