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Veinte años no es nada

Francisco Gutiérrez Sanín
11 de febrero de 2011 - 03:00 a. m.

SE CUMPLEN VEINTE AÑOS DE LA promulgación de la Constitución de 1991; pretexto ideal para volver sobre nuestras dinámicas políticas y diseños institucionales. Ojalá la fecha no se pierda miserablemente, como sucedió con el Bicentenario.

Espero, pues, dedicar varias columnas al tema. Comienzo con la cuestión de la estructura territorial del Estado. Una de las ideas claves que alimentaron a la carta de 1991 fue la de que descentralización y democratización estarían íntimamente asociadas. ¿Se cumplieron tales expectativas? El balance, al cabo de dos décadas, es poco claro. Aunque en efecto la descentralización sí disparó positivos procesos de participación e inclusión, también facilitó la captura de poderes locales por parte de los señores de la guerra y de fuerzas cuyo objetivo era precisamente escapar lo más posible al control del Estado central. En particular, el modelo rigurosamente municipalista de nuestra descentralización transfirió una serie de atribuciones y responsabilidades al que había sido tradicionalmente el eslabón más débil de nuestra estructura territorial, con impactos muy diferenciales. En las grandes ciudades seguramente éstos fueron en esencia positivos. En pueblos en donde un alcalde indefenso y sin burocracia tiene que hablar todos los días con un matón que tiene su guardia pretoriana y sus enclaves en la sociedad y las instituciones, quién sabe.

Aquel modelo estuvo en buena parte alimentado por la convergencia de tres grandes actores, los partidos tradicionales, la izquierda y el Banco Mundial, que descubrieron en la década de 1980 que “lo pequeño es hermoso”. Los partidos, a través de su atomización, que transfirió el poder a jefaturas departamentales y municipales; la izquierda, a través de la oleada de paros cívicos que le sugirieron que había un escenario ideal para entrar en contacto, por fin, con la gente; el Banco Mundial, a través del redescubrimiento de la sociedad civil y su larga deriva ideológica antiestatista. Así, políticos prácticos, intelectuales y cuadros de izquierda, y tecnócratas, se pusieron de acuerdo alrededor de una forma específica de descentralización. No había aquí, por supuesto, un plan maestro, sino el desarrollo de una serie de esquemas mentales y de intereses que se iban encontrando de manera interactiva. Como se suele decir en una disciplina afín a la ciencia política, acaso más rigurosa que ella, “los astros estaban alineados”.

El problema es que ese modelo de estructura territorial perdía del todo las realidades de Colombia. Colombia está en guerra. Su Estado, por factores que escapan a su control, no puede regular su principal cultivo de exportación, la coca. Y es un país que necesita desesperadamente de grandes proyectos adelantados por el Estado central. Piénsese no más en el brutal rezago de infraestructura que padecemos, y en sus terribles impactos negativos en la calidad de vida de la gente y en las oportunidades de desarrollo del país. Esto, en contraste con los dineros de las regalías gastados, a veces dilapidados, en medio del más absoluto desorden.

Temas como el de las regalías, las CAR, el desarrollo de la infraestructura, han estado a la orden del día. La zambra que le hizo un puñado de alcaldes al buen ministro de Transporte, pidiendo el regreso a los alegres tiempos de Uribe, no es casual. Las estructuras territoriales generan su propia economía política. Por mi parte, estoy convencido de que el país está al mismo tiempo demasiado centralizado y demasiado descentralizado. Esto podría parecer una paradoja fácil, pero tiene su explicación, a la que espero volver en algún futuro cercano.

 

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