Venezuela no es una isla

Héctor Abad Faciolince
27 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.

Aunque no hay nada más deprimente que escribir de Venezuela, voy a volverlo a hacer. Pocas personas en Colombia conocen este nombre: Danilo Diazgranados Manglano. Se trata de un hombre de negocios neoyorkino crecido en Venezuela, amigo del presidente Chávez y muy cercano a la oscura camarilla que gira alrededor de Diosdado Cabello y otros miembros del gobierno bolivariano. De Diazgranados se empezó a hablar hace poco por ser la cabeza visible de RON, una firma de nombre muy venezolano, con inversionistas también venezolanos, pero con sede legal en la isla de Jersey, Gran Bretaña.

RON compró una buena tajada de la compañía de Anthony Scaramucci, SkyBridge, que fue vendida por la no despreciable suma de 180 millones de dólares. Scaramucci, alias the Mooch, tuvo que vender su empresa para evitar conflictos de intereses y poder aceptar el puesto de asesor que le había ofrecido el presidente Trump. Su incontinencia verbal hizo que el encargo le durara apenas siete días hábiles, pero su empresa ya había sido vendida, en parte, a los venezolanos. ¿Quiénes son los inversionistas detrás de RON y de Diazgranados? Nadie lo sabe con seguridad, pero hay indicios de que este tipo es el presta-nombre o testaferro de una de las muchas tramas de corrupción con las que los boliburgueses han arruinado a Venezuela al tiempo que ellos se vuelven multimillonarios.

Pero no es RON, ni el ron, el tema de este artículo, sino el desastre general de Venezuela, apoyado sin pudor por casi toda la izquierda de América Latina y del mundo, simplemente porque la nueva élite y los nuevos ladrones del país vecino disfrazan sus negocios personales, su saqueo del Estado y su ineptitud, con la antigua retórica populista a favor de los pobres, los insultos sonoros al Imperio, a la Unión Europea, y las proclamas revolucionarias del marxismo más trasnochado.

Como el robo y la corrupción son evidentes, el Gobierno se aferra al poder con los dientes, pues sabe bien que perderlo significaría la cárcel. De ahí la represión violenta del disenso y la supresión de todo asomo de democracia real. No hay en nuestra región una crisis de derechos humanos tan grave como la que padece Venezuela, tanto en persecución a la oposición, presos políticos, detenidos torturados o asesinados, además de las tasas de delincuencia y homicidios más altas de la región.

La nueva élite bolivariana, amparada en su perorata populista, imita y supera a la vieja élite tradicional en la práctica de usar el poder para enriquecerse. Su verdadera proclama es esta: “Ya la vieja élite blanca y criolla robó bastante; ¡ahora nos toca robar a nosotros!” Y así, mientras Maduro, su esposa y sus parientes, así como los amigos y descendientes de Chávez, se dedican a la gran vida y se vuelven millonarios saqueando los recursos del Estado, la mayoría de los habitantes se hunden en la pobreza, la escasez, la ira, o huyen a Colombia y otros países en cantidades tan alarmantes que hacen temer una crisis humanitaria en los países fronterizos, empezando por nosotros.

Millones de venezolanos se han ido, y no solo la antigua clase política o empresarial, sino que en el éxodo masivo cada vez hay más personas de recursos medios y bajos. La peor inflación del continente, los peores servicios de salud (con brotes de enfermedades antes controladas como la difteria), y una creciente incapacidad de seguir comprando con subsidios a las bases que constituían el núcleo duro del apoyo al chavismo.

Ahora Maduro no solo ataca de una manera ridícula a El Espectador, sino que prohíbe que los canales de televisión colombiana se vean allá. No quiere que la población se entere de las tramas de corrupción del Ejército y del Gobierno, y para esto intentan convertirse en una isla de información controlada. Y como si todo esto no fuera suficientemente triste y deprimente, Trump anuncia un paquete de sanciones que solo servirán para que Maduro le eche la culpa de todos sus desastres a la intervención de Estados Unidos.

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