Verona y los senos de Julieta

Enrique Aparicio
15 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

El verano de 1590 hervía, no solo por las altas temperaturas, sino por la acérrima intransigencia de dos familias poderosas de una linda ciudad muy cercana al famoso lago de Garda. Era la época isabelina, es decir, de Isabel I de Inglaterra, en la que vivió William Shakespeare (1564-1616).

Mi amante y yo llegamos a la hora de almuerzo a esta nueva aventura a la italiana. Los restaurantes que rodean la plaza estaban a reventar. El teatro romano, que hoy en día se utiliza para organizar representaciones de obras y conciertos, adornaba la escena. Estamos hablando de la hermosa ciudad de Verona. Fue allí donde Shakespeare volcó su imaginación. Escogimos un sitio pequeño, pero con ambiente local. Uno de los meseros puso el punto de mira en nosotros. Trajo, como es costumbre, pan y un litro de agua que no habíamos pedido.

Nos entregó los menús y, mientras nosotros elegíamos qué comer, el mesero se dirigió a atender otra mesa. Fuimos testigos de la manera vertiginosa como la simpatía y versatilidad italianas miden a los nuevos comensales. Una pareja había llegado un poco antes con una chiquita de poco más de un año, pura energía y con pulmones de cantante de ópera que le permitían pedir, digo mal, gritar que tenía hambre. El italiano vio la situación y se le notó su ansiedad de calmar a la cantante para evitar que el restaurante se quedara vacío. Con velocidad felina se acercó a la mamá y le ofreció que calentaría el tetero a la temperatura deseada. Complacida la madre de la pequeña no sabía si agarrarlo a besos mordelones en frente del marido o arrodillarse y darle gracias al Santísimo por el milagro de la aparición del mesero. La bimba, o sea la pequeña, sintió complacidos sus deseos y le entró con gusto al biberón.

Luego, sin mucho descanso, el mesero pasó a nosotros. El hambre acosaba, lo que fue aprovechado por Vittore (así se llamaba nuestro mesero) para vendernos el menú. Mientras esperábamos, y entre mordiscos al pan, releímos parte de la información sobre lo que íbamos a ver más tarde.

Romeo y Julieta fue invención de ese monstro de la literatura inglesa nacido en el pequeño pueblo Stratford-upon-Avon en 1564. Hijo de John, un fabricante de guantes económicamente solvente hasta que por varias circunstancias el negocio se vino abajo. Según dicen, a William, a sus trece años, le tocó abandonar el colegio para ayudar a su padre. Aun con subidas y bajadas, a este gran escritor, actor y dramaturgo, la vida le sonrió, no sin antes pasarle factura a temprana edad. Se enamoró y vivió en la casa de una amiga ocho años mayor. Con el tiempo las situaciones emocionales cayeron en un río revuelto de chismes y del qué dirán. La amiga quedó preñada por el escritor, según las malas lenguas y las “buenas” ayudaron a convertir en realidad esta paternidad. La familia de Shakespeare era de familia noble, pero no era de las importantes, sin embargo tenía una presencia social.

Romeo y Julieta es quizás, de las obras de este dramaturgo, la que más ha llegado a un público. Ninguna de sus grandes obras, como Hamlet, Otelo y otras que tuvieron presencia en el mundo del teatro y la literatura, llegaron a tener el espectro en cualquier medio social, como esta tragedia.

Nuestro almuerzo, raviolis para ella y risotto al funghi para mí, acompañados de una cantidad relativamente importante de vino chianti, nos dio fuerzas para iniciar nuestra peregrinación a la casa de Julieta.

Mientras caminábamos por las callejuelas del centro histórico, repasaba algunos temas masticados por mi extensa ignorancia sobre Shakespeare: “Romeo era hijo del jefe de la familia Montesco, mientras que Julieta era hija del jefe de la familia Capuleto. Dos familias enemistadas.”

 “Una joven pareja, heredera de ambas casas, se profesaba ardiente amor. Pero la suerte persigue a los amantes y solo la muerte puede borrar y hacer olvidar el odio de las dos familias... Venid a ver rápido la huella de la muerte y de dolor… que no ha querido aplacarse más ante los cadáveres de dos niños. Tal es la obra que nuestro teatro ofrece…”

Así iba, más o menos, la presentación que hacía Shakespeare a la audiencia que quería atraer a ver su obra. Con sus palabras abría el cerrojo que guardaba la curiosidad. Uno de los grandes logros de cualquier escritor es convencer a los oyentes, o a quienes lo leen, que debe seguir prestando atención pues lo mejor está por venir.

Es importante recordar que este gran escritor nunca salió de Inglaterra, o sea que imaginación y lectura fueron la base de su trabajo. Y como se puede ver, no le faltaba fantasía.

William Shakespeare logró describir con gran pasión a sus personajes. El príncipe de Verona cierra la obra con estas palabras:

“Esta triste mañana nos proporcionará una paz completa y consoladora... ¡Ay! el sol no querrá́ alumbrar con sus rayos un día tan cruel. Ha habido castigos para unos y perdones para otros; pero los siglos venideros conservarán siempre memoria de la dolorosa aventura de la joven Julieta y de su esposo Romeo.”

Miré a mi amante pensando que todos tenemos un Romeo y una Julieta por dentro. La tragedia se nos da con gran facilidad. Amores destrozados, infidelidades, sonrisas y lágrimas, son parte de ese bagaje que trae el amor.

¿Y tú qué estás pensando?, me dijo con ironía. “No me lo digas, se te nota. Buscas la buena suerte en la penumbra de una tarde de verano en Verona. Ya veremos, mi querido Romeo.”

El YouTube muestra fotos de Verona tomadas por nosotros y, además, un pequeño video (no es nuestro) sobre el tumulto de visitantes a la casa de Julieta que ha sido tocada y retocada, especialmente en el seno derecho, pues según dicen, da buena suerte.

YouTube:

https://youtu.be/9k_Jtk0EnEo

Que tenga un domingo amable.

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