Notas al vuelo

Viacrucis

Gonzalo Silva Rivas
25 de abril de 2019 - 05:00 a. m.

La emblemática catedral de Notre Dame, además de símbolo religioso, cultural e histórico de Europa, es uno de los íconos turísticos más relevantes de París. La imponente edificación, construida entre 1163 y 1345, despierta fascinación estética y emocional entre las multitudes de turistas de todo el mundo -creyentes o no- que, a diario –y mientras se reabre tras el reciente incendio-, soportan interminables filas para acceder a su invaluable patrimonio artístico.

Esta joya arquitectónica de expresión gótica-románica se localiza en la Isla de Cité, en el corazón de la ciudad, en el llamado punto cero, desde donde parte la red de carreteras francesas, y está rodeada por las aguas del río Sena, navegables en Batobus, un servicio de barcos turísticos. Ocupa una espaciosa superficie del que fuera el antiguo centro histórico parisino, en una época apacible sector dominado por sinuosas callejuelas y pequeñas casas medievales que -unas y otras- cayeron demolidas para darle paso a la modernidad, resultado de un controvertido programa de remodelación urbana que destruyó parte de la herencia milenaria.

La catedral es el monumento antiguo más popular y visitado del mundo. Oficia de cinco a siete misas diarias con acceso gratuito, a excepción de dos de sus atractivos -las torres y la cripta- que exigen el pago de boleto para mayores de 14 años. De los 30 millones de turistas extranjeros que en 2018 visitaron París, 13 millones se sumaron a los recorridos guiados y dejaron en las arcas eclesiásticas cerca de 110 millones de euros.

La construcción, varias veces modificada y restaurada, conserva entre sus recodos esculturas y pinturas de diversos siglos. El interior impresiona por el decorado, tres formidables rosetones del siglo XII y los amplios ventanales que se deslizan bajo un techo abovedado, sostenido por majestuosos arcos de diez metros de altura. Los capiteles tienen adornos de motivos vegetales y en el vistoso pórtico ilustra el juicio final. La regia obra de carpintería del coro rodea el órgano más grande de Francia, compuesto por cinco teclados y 8.000 tubos. Pero es la Virgen María, a quien se consagra el monumento, quien domina la escena artística, representada en 40 figuras, repartidas entre cuadros, esculturas y vidrieras.

Coronar las torres de la catedral, luego de subir 402 escalones, es una apuesta recompensada. Desde su cima, a 70 metros de altura, se dispone de una de las más bellas panorámicas de la Ciudad Luz y se disfruta de maravillosa arquitectura gótica y de bóvedas ojivales. A la vista se descubren la destruida aguja de 96 metros de altura, el campanario y su campana mayor de 13 toneladas, las diabólicas quimeras que sirven de adorno a las fachadas, y las gárgolas -esculturas que referencian monstruos y animales fantásticos- que sirven para evacuar las aguas lluvias y evitar el deterioro de las centenarias paredes de piedra.

La cripta arqueológica, acondicionada en 1980, es un sobrio museo que reposa en los bajos de la catedral y resume testimonios de los últimos 2000 años de la evolución urbana y arquitectónica parisina. Exhibe vestigios de sucesivas civilizaciones, como restos de calles medievales, hospicios y orfanatos renacentistas, pedazos de la muralla que protegía a la población local de las invasiones bárbaras, el muelle de la antigua ciudad galorromana de Leutecia y alcantarillas del siglo XIX.

Notre Dame, sin embargo, va mucho más allá de su riqueza patrimonial visible. Acoge un testimonio silencioso de múltiples acontecimientos que marcaron la historia de Francia y de Europa. Fue escenario de la posesión de María Estuardo, Francisco II y Enrique VI de Inglaterra; de la autoproclamación de Napoleón como emperador, y de la beatificación de Juana de Arco. Allí Felipe IV selló la constitución del Parlamento, se simbolizó la reconciliación entre católicos y protestantes con la boda entre Margarita de Valois y Enrique de Navarra, y se celebró la liberación de la ciudad de la invasión nazi con un Te Deum presidido por Charles de Gaulle.

La historia del monumento -que sobrepasa las esferas del catolicismo para convertirse en patrimonio espiritual de la humanidad- también recoge algunas turbulencias. Fue profanada durante la Revolución Francesa por turbas incendiarias que destruyeron estatuas y saquearon obras, y afrontó la amenaza de las bombas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.

La catedral obtuvo notoriedad internacional solo hasta 1831, cuando Victor Hugo, el poeta del romanticismo, publicó la novela Nuestra Señora de Paris -hit literario que promovió su último proceso de restauración-, y fue adaptada por Walt Disney Pictures, en 1996, con la película El jorobado de Notre Dame.

El voraz incendio que arrasó buena parte de su cubierta, conformada por 1.300 vigas de roble, provenientes de los siglos VIII y IX, remata una dolorosa paradoja. La grave afectación que no pudieron hacerle a Notre Dame las turbas revolucionarias ni las fuerzas de ocupación, la logró un descuido humano de anónimos trabajadores, quienes tras 856 años de existencia marcaron una nueva estación en su Viacrucis y, literalmente, la dejaron jorobada...

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