Viajeros

Valentina Coccia
15 de junio de 2018 - 02:00 a. m.

Muchos han sido los viajeros que han recorrido los caminos de este mundo. Algunos viajaron a paso lento, recorriendo montañas, escarpados caminos, áridos desiertos y frías estepas sin tener más compañía que sus cansados pies y un bastón de viaje. Otros recorrieron cortas y largas distancias subidos al lomo de un imponente corcel, o soportando el trastabilleo de alguna inestable carreta. Otros viajaron en carroza, sentados en un mullido sillón de viaje, abanicándose para soportar el calor, o cerrando la cortinilla para tener un plácido descanso. ¿Y qué decir del ferrocarril, de los fenomenales viajes en tren acompañados del incesante sonido de los rieles? Muchos se sentaron en los vagones, jugaron a las cartas con sus compañeros de viaje, conocieron al amor de sus vidas en algún recorrido, o simplemente se dedicaron a ver cómo el espacio desfilaba ante sus ojos por la ventana. Muchos viajeros que utilizaron el ferrocarril en sus más tempranos albores no alcanzaron nunca a conocer la pantalla de cine, pero la ventana del tren fue lo más parecido a dicho instrumento de ensueño. ¿Y los barcos? ¿Qué decir de ellos? Las embarcaciones han sido tal vez uno de los medios de transporte más antiguos en cuanto a largas distancias se refiere. Muchos han sido los que se han parado en la borda y han observado como el barco rompe la quietud de las aguas dejando una larga estela tras de sí. Esa estela para muchos ha representado la distancia que han tomado de casa, pero a la vez ha representado el hilo conductor que los une a su hogar, a los recuerdos que allí han dejado.

Hoy las distancias se han acortado enormemente. Hacemos una gran fila en los aeropuertos para dejar allí nuestro reducido equipaje, pasamos por miles de revisiones de seguridad, esperamos por horas para abordar nuestro vuelo, corremos a través de las puertas de embarque, arrastrando nuestras prácticas maletas de rodachines para no perder nuestros transbordos. Tomamos café, compramos en el duty-free, nos comemos un feo sándwich para calmar el hambre que produce la espera. Nos sentamos en el avión, encasillados en esas terribles sillas, miramos una que otra película, nos comemos una cena terrible, nos acostamos a dormir y amanecemos en un nuevo país, sin ni siquiera darnos cuenta de la enorme distancia que hemos recorrido, sin tener tiempo para pensar en aquello que hemos dejado atrás, pensando que en cualquier momento podemos volver a casa, que mañana mismo sería posible si eso quisiéramos.

Ya no vemos el espacio que recorremos a través de la ventana. Ya los mares no se nos hacen tan anchos, ya la tierra se hace pequeña, tal como la vemos desde la ventanilla del avión. Ya no sentimos peso bajo los pies, ya no tenemos ocasión de llenar el espacio de significado. Ya no meditamos mientras hacemos nuestro recorrido: no tenemos tiempo para la nostalgia. Y así, paso a paso, nuestros viajes se convierten en un reducto de tiempo, que ya no nos permite establecer una relación con el territorio recorrido, dejar ahí nuestra huella, llevarnos una fotografía mental, porque ahora, mientras nuestro tiempo se reduce cada vez más, los espacios se van vaciando de recuerdos e historias vividas. Y es así como nuestros viajes han terminado: ya no son un sueño que culmina, ya cualquiera puede hacerlo. Ya no son la distancia recorrida; pensar en irse sin saber si se va a regresar. Ya no son un mar donde navegan los recuerdos, sino que son un ir y venir, un destello de rapidez, una emoción extinta. Y aun así, abrir nuestros ojos en un nuevo lugar nos despierta la dicha del descubrimiento: un camino que se recorre por fuera pero cuyo fin último es llegar a ese cálido hogar que todos llevamos por dentro.

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@valentinacocci4

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