La muerte por coronavirus, en un mismo día, de Carlos Holmes Trujillo y Julio Roberto Gómez, dos figuras ubicadas en posiciones políticas antagónicas, podría llevarnos a creer, como dijo Duque, que “el virus no discrimina”. Es verdad que hay algo en él de aleatorio y que ahí radica su poder: no sabemos cómo va a responder el cuerpo a sus embates y por tanto todos debemos temer el contagio. Una sola cosa en común, sin embargo, tenían los dos políticos que murieron esta semana: 69 años. Y es que los virus parecieran tener preferencias por ciertos grupos poblacionales: el del sarampión y el polio por los niños, el del VIH se cebó en los comienzos en la comunidad homosexual, el dengue solo da en climas tropicales y este, el coronavirus, mata principalmente a los viejos.
Ya se vieron a principios de la pandemia confinamientos despiadados —absolutos y de muchos meses— para los mayores de 70, que por fortuna fueron oportunamente conjurados con una tutela. Lo que se puso entonces de presente es que se suele considerar al viejo un ser humano sin mayor capacidad de discernimiento ni de autocuidado, al que se puede manipular porque le faltan luces mentales o se sobreprotege con una condescendencia que lo disminuye. Ahora algunos han tenido la desvergüenza de proponer que los primeros en vacunarse sean los jóvenes. Ya Indonesia, incluso, lo adoptó como política de vacunación. Aducen que inmunizar primero a esta población —la más desenfadada y la que más infringe las prohibiciones— es la forma más rápida de atajar el contagio. El argumento suena muy convincente. Lo que creo, sin embargo, es que detrás se esconde la idea de que los jóvenes no solo tienen más vida por delante sino también una capacidad productiva que ya —supuestamente— no tenemos los viejos. (Sabemos —lo resume Martha Nussbaum— que Platón a los 80 seguía trabajando, que Isócrates escribió su obra más célebre a los 94 y que Gorgias murió con 107 años y trabajó hasta entonces).
Es sin duda este prejuicio en relación con los viejos el que funcionó a la hora de la insólita pregunta de la periodista Paola Ochoa al presidente Duque apenas horas después de la muerte de Trujillo: “Presidente, como los funcionarios públicos están altamente expuestos, como usted lo acaba de decir, ¿ha pensado tal vez en recomponer su gabinete en pro de cuidar la salud de los ministros más mayores (sic) o con comorbilidades, para no exponerlos en estos momentos, y reemplazarlos por otros más saludables o en mejor estado de salud, hasta de pronto más jóvenes, y evitar que la muerte del ministro de Defensa sea la primera de muchas?”. Parafraseando a Woody Allen, qué exceso de sentido común.
La pandemia nos ha enfrentado a muchos problemas éticos y este es uno de ellos. “El mundo ‘aniquila’ al que envejece y lo convierte en un ser invisible…”, escribe Jean Améry en su descarnado libro sobre envejecer, Revuelta y resignación. Dejar de últimos a los viejos a la hora de la vacuna no resulta pues tan extraño en una sociedad que da prioridad absoluta a la productividad, que, cada vez más, considera la juventud un valor en sí mismo y la vejez algo repugnante, que aburre y se quiere evitar a toda costa.