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Vientos huracanados

Gonzalo Silva Rivas
25 de noviembre de 2020 - 03:00 a. m.

Los huracanes y las poderosas tormentas tropicales que atraviesan el Caribe se cuentan por centenares en las últimas décadas y no solo representan el fenómeno natural más peligroso sino el más frecuente de todos los que afectan a esta región insular, la segunda en el mundo más propensa a esta clase de eventos, en donde se han registrado, entre sus múltiples desastres, tres erupciones volcánicas y ocho terremotos, con consecuencias considerablemente devastadoras.

Desde el inicio de este siglo, 152 millones de latinoamericanos y caribeños han sido afectados por 1205 desastres entre los que se cuentan inundaciones; huracanes y tormentas; terremotos; sequías; aludes; incendios; temperaturas extremas y eventos volcánicos. En las últimas cinco décadas solo los huracanes causaron en la Cuenca Mayor del Caribe (excluyendo a los Estados Unidos y sus territorios) más de 50.000 muertes y destruyeron propiedades por un valor incalculable. Sus principales víctimas son las pequeñas islas turísticas, desperdigadas por el océano, en su mayoría soportadas en economías modestas, muy sensibles a la magnitud de los impactos.

Según el Centro Nacional de Huracanes de los EE.UU. la actual temporada ha sido extremadamente activa. Reporta 30 ciclones tropicales de alta intensidad y convierte el 2020 en el año con mayor número de huracanes de la historia. Las tormentas que aparecen son cada vez más intensas y erráticas y mucho más poderosas y destructivas. Los dos recientes huracanes, el Eta y el Iota -el más fuerte registrado desde noviembre de 1932, cuando el ciclón de Cuba cruzó el mar Caribe con violencia desmedida- desplegaron su estela destructiva sobre media docena de países continentales, entre ellos Colombia, cuyas economías están agobiadas por la crisis sanitaria y, en algunos de ellos, por la afectación de tormentas anteriores.

Aunque buena parte de los Estados han trabajado en la incorporación de medidas de mitigación y en una mayor efectividad de las actividades preventivas, las dimensiones de los estragos recientes son una clara señal de que las respuestas y acciones gubernamentales no progresan al mismo ritmo en que aumentan las perturbaciones de los fenómenos naturales.

Desde comienzos del año, los científicos predecían que esta temporada sería severa, y en el país, en el inicio de la semana previa a la presencia del Iota, el Ideam ya advertía sobre la ola tropical que se avecinaba con riesgos de convertirse en huracán, como finalmente sucedió. Sin embargo, ni los preparativos ni las evacuaciones preventivas se hicieron a tiempo. No bastó la lección que en 2005 dio el huracán Beta, que dejó sin techo a más de 300 mil personas en Nicaragua y Honduras y a cerca de 3.000 en la isla de Providencia.

Es la primera vez que el archipiélago de San Andrés es azotado por un huracán de categoría 5, cuyos vientos pueden alcanzar hasta los 250 km/h y producir un desbordado aumento de precipitaciones, marejadas e inundaciones. Y otra vez, Providencia, uno de los más bellos lugares del exuberante paisaje colombiano, fue la más afectada de nuestras islas, con el 99% de su infraestructura arrasada.

La sucesión de huracanes acentuó el difícil momento por el que pasa la economía del departamento insular, duramente castigada por la corrupción administrativa entronizada durante los últimos años, y le pone el freno de mano al lento proceso de reapertura que se emprendía después de ocho meses de parálisis, consecuencia de la pandemia. Es este el territorio colombiano más dependiente del turismo y su sensibilidad ante los impactos negativos que recaen sobre la industria de los viajes lo hacen críticamente vulnerable.

El 57% de su PIB está asociado con el comercio, la hotelería y la gastronomía, por encima -casi el doble- del porcentaje que estos sectores representan para los otros entes territoriales del país que tienen en el turismo una fuente prioritaria de ingresos. De ahí que el 49% de la población laboral formal se encuentre vinculada con estas actividades y que el 54% de los establecimientos que allí funcionan correspondan a alojamientos y hospedajes, los de mayor crecimiento en los últimos años, con un aumento de los autorizados mediante Registro Nacional de Turismo superior al 1.000%.

Las islas, volcadas hacia el turismo, batieron récord en 2019 con más de un millón de visitantes y el mayor nivel de ocupación hotelera en todo el país. La presencia promedio de 3.000 viajeros diarios, permitieron que el recaudo por tarjeta de turismo -el más significativo ingreso público departamental- se aproximara a los $130.000 millones.

La situación económica y social del archipiélago conduce al deterioro gradual de las condiciones de vida de sus residentes, marcadas por dos características distintivas. La mayoría de la población laboral gana menos de 1,5 salarios mínimos mensuales, una talanquera para la cultura del ahorro familiar, y la casi totalidad de insumos turísticos y productos alimenticios son importados. Esto último acarrea pérdida de recursos para las islas, por cuanto cerca de 70 centavos, de cada dólar que dejan los turistas, se van por entre las rendijas de las importaciones.

La suma de problemas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina es considerable. Están los básicos como salud; educación; servicios sanitarios, carencia de cuerpos superficiales de agua para abastecerse y deficiencias de alcantarillado; pero también el narcotráfico, la abandonada red vial; la dificultad de generar lazos entre la agricultura local y el turismo; la inequidad en la distribución de los ingresos, y la densidad poblacional, dramáticamente alta para un territorio insular de escasos 27 km2, que en 2019 estimaba una población de 73.300 habitantes.

El 19 de noviembre, hizo ocho años, la sentencia de la Corte Internacional de Justicia de La Haya cercenó buena parte de las aguas del archipiélago, con grave afectación para los pescadores isleños. Hoy se sumergen más que nunca en la peor crisis de su historia. El Gobierno tiene la obligación de no dilatar sus responsabilidades con el departamento; y los colombianos, el compromiso de visitarlo para inyectar flujo a la cadena de valor de la única industria que le puede poner a latir sus finanzas. Reconstrucción y renacimiento deben lograrse con la rapidez de los vientos huracanados.

Posdata: A través del Decreto 1472, el Gobierno Nacional declaró la existencia de una situación de desastre en el Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina y sus cayos por un período de doce meses prorrogables hasta por un término igual. Se procederá a elaborar un Plan de Acción Específico para el manejo de la situación de desastre y se dispondrá de programas especiales y de créditos directos para los comercios afectados.

gsilvarivas@gmail.com

@Gsilvar5

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Juan(33559)25 de noviembre de 2020 - 03:03 p. m.
Los huracanes son fenómenos predecibles y perfectamente calculables. Tuvimos varias alertas tempranas sobre la temporada de huracanes y, sin embargo, no se tomaron las precauciones apropiadas para mitigar el impacto. En este país poco se previenen las cosas, siempre se actúa al calor de los hechos.
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