Rabo de ají

Vigilar la plaga

Pascual Gaviria
04 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Las primeras alarmas sobre la plaga quedaron encerradas entre las tapas de algunas revistas científicas. Los médicos chinos comenzaban a entender cómo funcionaba el virus y los enfermos comenzaban a morir. Pero era inevitable, de eso se trata cuando se habla de contagios y muertes. Las tablillas en las camas de los pacientes eran simples anécdotas mientras los artículos en las revistas eran grandes descubrimientos. Lui Shao-hua, doctor en ciencias sociomédicas y antropología, lo explicó con algo de reproche: “Sería muy fácil observar la tendencia desde la perspectiva funcional de los grandes datos epidemiológicos. Pero esas personas usaron los datos con fines de publicación, sin preocuparse por esta tendencia o por la salud pública”.

Casi un mes después de tener claridad sobre el carácter mortal del virus se dieron las órdenes de las autoridades. Primero el cierre, la cuarentena de una ciudad de 11 millones de habitantes. Luego, el “cordón sanitario” para Hubei, un estado de 50 millones de habitantes. Una especie de castigo inmerecido, un designio que solo debe reprocharse a los dioses y a los pequeños agentes de sus castigos. Una joven con apenas dos meses en la ciudad de Wuhan encontró en un breve diario virtual una forma de pasar los días: “El mundo está en silencio, y ese silencio es espantoso. Vivo sola, solo me doy cuenta de que hay otros seres humanos alrededor por los ocasionales ruidos en el pasillo (…) Un hombre estaba tratando de comprar mucha sal y alguien le preguntó por qué estaba comprando tanta. Él respondió: ‘¿Y si el aislamiento dura un año entero?’ (…) Hoy es Año Nuevo Chino. Nunca me importaron mucho las celebraciones, pero ahora, el Año Nuevo me parece aún más irrelevante que nunca. A la mañana, me salió un poco de sangre cuando estornudé. Sentí miedo”.

Las pocas palabras de la joven de 29 años recuerdan al “cronista” de La Peste de Camus cuando se dio la orden perentoria de cierre de la ciudad: “un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio”. Separar a millones de humanos, impedir sus movimientos, lograr que el miedo sea barrera suficiente no es fácil. En Francia una habitante de Wuhan confesó en las redes haberse escondido detrás de medicamentos para aliviar la fiebre para lograr su viaje soñado. El 99,9 % de los habitantes de la ciudad están sanos y convictos. Las redes sociales son el único desfogue, un ruido incontable de descontentos y mentiras. Pero no solo están las trampas a la cuarentena, también están quienes se nombran a sí mismos policía antipeste: increpan a quienes no tienen mascarillas, sellan las casas donde han visto visitas de sanidad, reportan ante la policía a quienes consideran infectados.

Las cuarentenas tienen una larga historia desde su primera noticia hace casi setecientos años en Venecia. A propósito, su carnaval se canceló y algunos cínicos han hablado de la celebración de su historia de quaranta giorni. Estados Unidos puso en cuarentena a 43 ciudades hace 100 años en medio de una epidemia de influenza. Murieron 115.000 personas a pesar de los seis meses de restricciones. Los decretos casi siempre van un paso atrás de los virus. Cerrar las puertas ayuda a la neurosis colectiva y la discriminación. En el Ensayo contra la ceguera de Saramago un parlante hace las advertencias a los ciegos encerrados en un manicomio: “abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente”. En Wuhan solo queda un desahogo: “Cerca de las 20:00 horas, escuché gritos de «¡Vamos Wuhan!» que salían de las ventanas. El canto colectivo es una forma de empoderamiento”.

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