Violencia de Pascua

Arlene B. Tickner
23 de abril de 2019 - 09:00 p. m.

Los bombardeos de varias iglesias y hoteles de lujo en Sri Lanka —que cobraron la vida de más de 320 personas e hirieron a otras 500— han traído de vuelta el horror de la guerra, así como el espectro de la violencia mundial yihadista.

Aunque no se ha comprobado la participación que el Estado Islámico (EI) ya reclamó, la sofisticación de los ataques sugiere un grado de experticia y capacidad militar que el principal sospechoso islamista, National Thowheeth Jama’ath (NTJ), no reúne, lo cual sugiere una posible afinidad ideológica y/o colaboración a través de excombatientes del EI que hayan retornado al país.

Además, si los ataques fueran una retaliación local por la violencia cíclica que ha sufrido la comunidad musulmana en Sri Lanka, no se habrían dirigido contra la minoría cristiana, que nada ha tenido que ver. Veamos.

El nacionalismo cingalés budista se ha manifestado desde la independencia en políticas que promueven el idioma, la cultura y la religión de este grupo dominante, haciendo de las minorías no cingalesas y no budistas ciudadanos de segunda clase.

Inclusive hoy, en democracia, la constitución coloca al budismo por encima de todas las demás religiones al ordenar al Estado su fomento y protección.

Los intentos frustrados de los tamiles (en su mayoría hindúes) por independizarse y la larga guerra civil (1983-2009) obedecieron principalmente a esta situación. Tanto la etnicidad como la religión jugaron un rol central en el conflicto entre los Tigres de Tamil (LTTE, tamiles hindúes) y el gobierno de Sri Lanka (cingaleses budistas), pero éste involucró también a los musulmanes, que hablan principalmente la lengua tamil pero no se identifican del todo con dicha etnia, y cristianos, que pertenecen a varios grupos étnicos, incluyendo los tamiles y los cingaleses.

Si bien los musulmanes tomaron partido inicialmente con la causa separatista, fueron víctimas de la violencia del LTTE —como ocurrió en 1990, cuando éste atacó dos mezquitas en Kattankudy y mató a 150 personas—, así como del Estado, igualmente acusado de crímenes de guerra.

El fin formal de la guerra no trajo un proceso genuino de reconciliación ni superación de las tensiones etnorreligiosas, como se evidencia en la aparición de grupos budistas extremistas como Bodu Bala Sena, que colabora con actores afines en países como Myanmar (en donde la violencia sistemática del Estado contra los rohinya ha sido considerada un genocidio), y sigue incentivando la violencia antimusulmana en el país. Para la muestra, desde 2013 han crecido las manifestaciones populares y los ataques violentos en contra de los musulmanes, forzando la declaración permanente de estados de emergencia.

Aun cuando la violencia de Pascua haga parte de una lucha global en contra de Occidente y sus instituciones, incluyendo la Iglesia católica —lo cual subraya el hecho de que la pérdida de control territorial por parte del Estado Islámico en Irak y Siria no significa que este grupo haya dejado de ser una amenaza mundial—, el complejo panorama que existe en el interior de Sri Lanka sugiere que este horrífico episodio corre el riesgo de revolver las divisiones aún latentes y agitar el revanchismo, en lugar de unir a la sociedad en la condena colectiva de la violencia extremista.

 

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