Violencia, humo y distorsión

Juan David Ochoa
25 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

El primer paro del año sucedió entre nuevas humaredas y desmanes. Los infiltrados siempre existirán, pero son muchos también los que siguen sin dimensionar el suicidio político de la violencia como forma de protesta. Creen aún que es el único método posible para visibilizar  el inconformismo y la desazón, y que es la forma más exacta de presión ante un gobierno negado al dialogo. Es justo eso lo que quieren, la humareda mediática de la violencia, el caos y la distorsión de las causas sustanciales del Paro para deslegitimarlo. Con las imágenes de los destrozos tienen los argumentos reduccionistas suficientes para validar su negación y su reticencia, y una bandeja perfecta de titulares tendenciosos que desenfocan la noticia trascendental de las marchas. Seguirán usando a su favor los desmanes y todos los ataques a las estructuras públicas para seguir siendo los voceros del patrimonio en un discurso perfecto de nobleza institucional, encontrando  por añadidura una nueva aparición que les salva la vida en el tiempo: un nuevo enemigo público al que debe reprimirse con la fuerza y con toda la imponencia del mando. Esa es su única bandera y su única legitimidad, y se las siguen entregando en largas cuotas de estulticia.

Las protestas de Chile llegaron al punto de inflexión a favor de las exigencias sociales cuando la violencia fue reemplazada por la presencia masiva de ciudadanos que ocuparon las calles sin otros métodos alternos a estar allí, visibles y casi estáticos pero ocupando el territorio que el flamante presidente Piñera ya no podía controlar con represión y sevicia. No podían perseguir ni golpear una ciudad paralizada en la calle y desarmada, no podían deslegitimarse en una respuesta evidentemente demencial contra una protesta pacífica y mayoritaria. Fue en ese momento cuando el antiguo establecimiento orgullosamente neoliberal tuvo que ceder y aceptar que existía una larga y antigua deuda social que ahora debía cumplirse. La legitimidad de su gobierno estaba ahora bajo los focos internacionales de su largo y soberbio sostenimiento en la mentira y en la desfachatez de no reconocer los graves problemas sociales por miopía de clase y por la física mezquindad de la avaricia. Sucedió también en Egipto, cuando las protestas reprimidas de repente se hicieron masivas en la plaza de Tahrir contra el eterno dictador Mubarak, quien desbordado por los cuerpos que se agolparon sin armas para señalarlo por muchos días sostenidos tuvo que dejar el amado trono de treinta años y fugarse por la evidente ilegitimidad de su discurso y su sostenimiento.

A eso le temen mucho más los gobiernos mitómanos y represivos: a la simbología y a la fuerza de los cuerpos desarmados que se quedan allí, visibles día y noche y señalándolos como los únicos culpables del desastre. Le temen más que al ruido que saben que pueden controlar con la oficialidad que les da el dominio institucional del orden. Cuando pierden ese terreno cómodo del control y del estigma se quedan solos, iluminados únicamente por sus errores y sus graves delitos, su comodidad en la mentira y en la distorsión de las verdades. Le tienen pánico a una marcha del silencio y a una movilización sin vidrios rotos. No tendrán imágenes para el próximo titular ni un discurso para sustentar  una respuesta populista de bravura.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar