“Violenta patria mía”

Piedad Bonnett
22 de abril de 2018 - 07:00 a. m.

Así comienza un poema de Jorge Gaitán Durán que hace parte de la antología La casa sin sosiego, la violencia y los poetas colombianos del siglo XX, que reúne poemas de 53 escritores y cuyo autor es el poeta Juan Manuel Roca. Esta compilación, que empieza con un poema de Aurelio Arturo, nacido en 1906, y termina con los versos de dos jóvenes poetas nacidos en los 80, da testimonio de cómo la violencia ha acompañado siempre, sin tregua, la vida de los colombianos. De que no hemos conocido nunca, ni ahora que hemos firmado los acuerdos, la verdadera paz.

Estamos viviendo, como era previsible, los coletazos de la guerra: la toma —por parte de las disidencias de las Farc, del Eln y de las bandas criminales— de las zonas cocaleras donde están las rutas del narcotráfico. En estos días se ratificó la verdad atroz que ya conocíamos: que cada semana están asesinando un líder social en el país. La estupenda crónica de Salud Hernández sobre la guerra que adelantan el Epl y el Eln en el Catatumbo nos permite ver lo que de otro modo no podríamos conocer en las ciudades: el terror que viven los habitantes de estas zonas, donde siguen reclutando menores, poniendo bombas y desapareciendo personas. Las palabras del sargento que se enfrentó telefónicamente con su superior lo dicen todo: “¡Es que una cosa es estar allá y otra estar acá! De una vez le digo: yo tampoco voy a estar acá a hacerme matar también”. El imperio del miedo.

La columna de Héctor Abad del domingo pasado nos muestra, sin embargo, que la guerra no es algo que se viva sólo en los territorios más apartados: en una carretera cercana a Ituango —en una de cuyas veredas hay un campamento de reinsertados— el paso le fue vedado dos veces por la presencia de dos cadáveres de jóvenes asesinados horas antes. Todos alrededor callan. Y la Policía, llamada para que atienda el caso, manda la razón de que por allá no sube.

Pero el cerco de la violencia es todavía más estrecho: una amiga que vive en Medellín nos cuenta cómo a su hijo, a la salida de la Universidad de Antioquia, le hicieron el paseo millonario. Seis horas estuvo en manos de sus captores, que lograron adelantos en los cajeros y con amenazas le hicieron sacar los computadores de su casa; hoy el muchacho lidia con un trauma que ha traducido en silencio, en negación. De inmediato otra amiga cuenta cómo su pareja, un extranjero que vive en una casa de campo en las afueras, hace unos pocos meses la encontró totalmente saqueada, con signos de una violencia amenazante que lo obligó a mudarse; y otra más cuenta cómo en enero, en Carmen de Viboral, a su marido lo amarraron de pies y manos, le robaron las tarjetas, le sacaron la plata… Y así, cada una fue contando su experiencia de violencia. Todas.

Uno se pregunta cómo podemos vivir así. El poeta Nicolás Suescún lo expresó con amarga ironía: “¡Qué bueno vivir aquí / (…) donde los asesinos ríen al matar / y acumulan cadáveres/ que tiñen los ríos de púrpura y nos cubren con un velo bermejo!”. Y el poeta Alberto Vélez lo resume así: “Heredamos la sangre. Guerra y muerte heredamos. (…) No hemos desde entonces encontrado reposo”.

 

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