La guerra contra las drogas es antiética, porque parte de desconocerles su autonomía a los consumidores de sustancias psicoactivas, de asumir con ellos una actitud paternalista y condescendiente.
Pero lo es también porque desconoce las libertades y vulnera la vida misma de miles de personas que habitan en zonas de cultivos ilícitos, quienes deben soportar el acoso criminal de los actores armados que se financian con estos recursos. Algunos territorios de Antioquia son un buen ejemplo de ello.
Según el Observatorio de Drogas de Colombia, Antioquia tuvo 9.481 hectáreas de coca en 2019. El 96 % de esas, equivalente a 9.114 hectáreas, estuvieron en once municipios del norte, nordeste y bajo Cauca: Amalfi, Anorí, Cáceres, Campamento, El Bagre, Ituango, Nechí, Segovia, Tarazá, Valdivia y Zaragoza. En estos habita solo el 5 % de la población antioqueña*, pero se cometieron el 17 % de los homicidios del departamento en 2019**.
Buena parte de la violencia en estos municipios es causada por la presencia de grupos armados organizados que se disputan con crueldad el control de los territorios. Esta zona del departamento, por la cantidad de cultivos ilícitos y otras economías ilegales, representa un botín por el que los criminales matan a enemigos, miembros de la fuerza pública y civiles.
Grupos armados ilegales como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, el Eln y disidencias de las Farc asumen los costos humanos y económicos de disputarse los territorios entre sí, de ser perseguidos y judicializados por las autoridades y, lo que es más grave, de masacrar a la población, porque los beneficios de mantener la guerra y enriquecerse son altísimos.
Por eso, además, el desgaste y la sobrecarga para la fuerza pública es mayor al enfrentarse con recursos muy escasos (personal, armas, equipos) a grupos criminales fortalecidos por la prohibición y protegidos por la inmensidad de los territorios rurales que controlan o pretenden controlar. Una política de regulación de drogas les haría el trabajo más fácil a las autoridades, al debilitar una de las principales fuentes de ingreso de los criminales.
Poco piensan en esto los bienintencionados políticos que insisten en continuar una guerra inútil que se sostiene principalmente en los hombros de jóvenes acogidos y beneficiados por la criminalidad, soldados y policías rasos, raspachines y, en especial, de civiles castigados de forma vil y muchas veces impune.
Un debate nacional e internacional sobre los cultivos ilícitos, tan evadido como satanizado de entrada, debería también tener en cuenta a quienes, sin armas y desprotegidos ante todos los actores armados, recorren los caminos por los que se bajan la gasolina, el ácido sulfúrico y la cal y por los que se suben los kilos de pasta, allí donde las ganancias se quedan menos y los muertos se suman más.
En el debate, a los argumentos de las consecuencias de las adicciones de un porcentaje de los consumidores, de la criminalidad asociada al narcotráfico y el microtráfico y del imperativo de protección a la niñez, ya sea este último genuinamente concebido o un mero comodín argumentativo, hay que sumarles la perspectiva de quienes llevan décadas soportando las intolerables consecuencias de la guerra perdida, condenados a vivir y morir entre cultivos, en el mejor de los casos, y, excepcionalmente, a cambio de pírricas ganancias.
* Cálculo basado en las proyecciones poblacionales del DANE para 2019 a partir del Censo Nacional de Población y Vivienda de 2018.
** Cálculo basado en las cifras de homicidios de 2019 del Sistema de Información Estadístico, Delincuencial Contravencional y Operativo de la Policía Nacional (Siedco). Información pública.