Voces silenciadas

Oscar Guardiola-Rivera
20 de diciembre de 2017 - 02:00 a. m.

La pregunta que deberán responder procesos de paz y transición por venir es la siguiente: ¿A dónde fueron los cuerpos de los desaparecidos, las voces de las mujeres silenciadas, y las gentes desplazadas o aniquiladas por la promesa del progreso? Cabe suponer que, ausentes los cuerpos e inaparente la evidencia del silencio y la aniquilación de las mujeres y las gentes, no son ellas parte del archivo que serviría como fundamento para un caso legal de reparación. Siendo así, ¿cuál es la función de las jurisdicciones especiales y las comisiones de verdad, de los artistas y escritores, de los periódicos y memorias, de la verdad?

El personaje del año, junto a la voz de las mujeres silenciadas desde cuando Telémaco calló a Penélope ordenándole encerrarse en el cuarto de costura pues hablar en público sobre política y verdad sería cosa de hombres, debería ser esta otra desaparecida: la verdad.

Ella y ellas, al igual que los cuerpos negros y amerindios de los otros desaparecidos, suelen retornar no en el registro y los archivos legales sino en sueños. Como en aquel reportado por Spinoza a su amigo Pieter Balling en 1664. Allí aparece y desaparece un esclavo brasilero, o las fantasías de los cronistas coloniales que describen las “voraces” costumbres sexuales y culinarias de las Amerindias, o en las pesadillas de los combatientes que regresan de la guerra y también las fantasías colectivas sobre el enemigo, que animaron a Freud y a la crítica filosófica del siglo pasado.

En su brillante Mujeres y Poder, la historiadora clásica Mary Beard nos cuenta cómo las voces y los cuerpos de las  mujeres fueron desposeídos tiempo atrás por los hombres que de tal manera pudieron limitar el espacio y las reglas del discurso público y el intercambio como exclusivamente masculinas. Es la historia repetida de las guerras y la corrupción política. Pero como muestra Beard, se trata de una desposesión enraizada en lo más profundo del lenguaje que usamos, en la gramática y en las normas que autorizan la apariencia de quienes usan el habla pública hasta el día de hoy. Ya antes los antropólogos junto a sus interlocutores Amerindios, habían sugerido que los cuerpos de las mujeres objeto de intercambio para formalizar alianzas habrían sido la moneda original de cambio. Una moneda viviente.

Tal debería ser el  punto de la cuestión sobre la verdad y la transición: la lógica del valor en nuestras sociedades ocupadas tan solo del desplazamiento, expropiación y acumulación de voces y cuerpos. Delacroix la presentó en su cuadro La muerte de Sardanápalo. Lo que la pintura no muestra es precisamente la muerte del líder de los persas, sino la de las mujeres a su alrededor cuyos cuerpos devienen derivativos, meros símbolos y piezas de cambio.

 

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