El secuestro, el pasado martes en la mañana, del cañicultor bugueño Jimmy Mejía Azcárate en su finca cercana a Andalucía fue la respuesta de los grupos guerrilleros a las declaraciones del ministro de Defensa, quien en días pasados anunció mano dura contra los grupos ilegales que operan en el departamento del Valle del Cauca.
Y no es que Mejía Azcárate sea un pez gordo en el sentido económico. Por el contrario, ha sido una persona juiciosa que a punta de trabajo honesto y, como dicen, de sol a sol ha sacado adelante un patrimonio familiar con no pocas limitaciones económicas.
Sin embargo, con este plagio anunciaron además que la guerra contra ellos la van a responder con este tipo de delitos para generar zozobra, desaliento y cofinanciar sus actividades criminales.
Ya no es solo en el norte del Cauca donde la situación está al rojo vivo y pareciera que el contubernio entre indígenas, guerrilla y narcotráfico está desplazando a los ganaderos y agricultores, sino también en el corazón del sector vallecaucano más productivo.
Es entendible que se quieran manejar estas situaciones con un bajo perfil, pero es imposible que la ciudadanía no sepa la verdad de las cosas y no presione al Gobierno para que atienda problemas como este, que alteran el orden público y son un desafío a las Fuerzas Militares.
Lo anterior coincide con la propuesta —¿fallida?— de permitir el porte de armas a personas de alto riesgo ante la incapacidad del Estado de garantizar la seguridad de sus ciudadanos.
Se trata, sin duda, de una estrategia para iniciar por esos lares la desestabilización social basada en el chantaje más execrable, que nos recuerda esas épocas en que el secuestro se enseñoreó y dejó una estela de dolor nunca superada.