WhatsApp

Piedad Bonnett
12 de noviembre de 2017 - 02:00 a. m.

Que vivimos en una época de hiperconexión es algo que todos sabemos. Y aun así impacta saber que los colombianos dedicamos en promedio unas cuatro horas diarias al uso del celular, y unas 3,4 horas a navegar en internet. “La gente tiene una gran cercanía emocional con las telecomunicaciones, específicamente con el celular”, dijo la presidenta de Asomóvil, al dar a conocer el estudio. ¡“Cercanía emocional”! No deja de sonar extraño, pero es así. Es tal el apego al teléfono móvil, que un 58 % se devuelve a su casa a buscarlo cuando lo olvidó.

Cuatro horas diarias pegado a un celular es, de todos modos, una barbaridad, más aún si es en su mayor parte para estar chateando con amigos. Pero me temo que estas cifras son mundiales y que no hay vuelta atrás: nuestra relación con los otros estará cada vez más mediada por la comunicación digital, más cómoda y eficiente que la presencial. De hecho, la aplicación arrasadora es el WhatsApp, conocida por el 97,7 % de los usuarios y preferida en un altísimo porcentaje, sobre todo por los millennials.

WhatsApp es un medio de comunicación limitado: en él se nos escapan la mirada, el gesto, el tono de voz, el olfato, en fin, los matices expresivos de lo no verbal que son tan esenciales para conocer al otro. Esa falencia emocional trata de ser reemplazada con los emoticones, esas figuritas que tienen una enorme capacidad sintética –qué espanto, qué sueño, mi corazón late por ti– pero jamás lograrán comunicar lo mismo que una carcajada, un ceño repentinamente fruncido o un bostezo. Y en lo verbal, como sabemos, también suele haber un empobrecimiento: el sujeto que chatea tiende a simplificar el lenguaje y a concentrarse en la mera eficacia. Y aun así, el WhatsApp, no nos digamos mentiras, es un camino muy expedito. Bien usado, acerca de una manera eficiente, que nos resulta cómoda.

Pero también hay que decir que, mal usado, puede llegar a ser un espanto. Sobre todo cuando se trata de chats en grupo, que suelen ser insulsos, cargantes, invasivos. Y, sin embargo, a veces puede darse un milagro. Quisiera compartir el mío, que lleva ya dos años: el de un grupo de seis mujeres, cinco periodistas o escritoras, y una médica. El WhatsApp nos permite superar la distancia entre ciudades, y hacer maravillosas pausas que nos permiten reírnos de todo y de nosotras mismas, compartir lecturas, películas, chismes, hablar de política, de lo sublime y lo ridículo, y de nuestras pequeñas vidas, que tienen tanto de lo uno como de lo otro. En este chat de amigas hay lugar para la confidencia, las lágrimas, el apoyo colectivo; para el consejo humilde, para el nombre del remedio o el poema consolador. Y también para el silencio, tan necesario. No hay exhibicionismo de triunfos sino alegría por los logros. Allí nos revelamos como lo que somos: mujeres trabajadoras, madres e hijas que a veces nos equivocamos, fuertes y también frágiles, a veces rendidas, tentadas de tirar la toalla. Yo me pregunto, con curiosidad, si chats de esta naturaleza, sostenidos en el tiempo y forjadores de amistad verdadera, se dan también entre hombres. Ojalá.

 

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