¿Y ahora?

Francisco Gutiérrez Sanín
21 de junio de 2018 - 09:00 p. m.

Qué interesantes resultaron ser las elecciones del domingo que pasó. Hay que estar pendientes de estudios serios sobre ellas. Ya leí cosas muy buenas. Los análisis regionales, en cambio, me han producido cierto desencanto. No dicen mucho que sea correcto y que a la vez vaya más allá de lo obvio: Duque es fuerte en el Eje Cafetero, Antioquia y los Santanderes, Petro en Bogotá y las dos costas.

Siguiendo en “modo obvio”: tanto Duque como Petro resultaron ser soberbios candidatos. Uribe por fin consiguió a un buen elector: en contraste con Santos en 2010 y Zuluaga en 2014, logró convencer a su base y simultáneamente movilizar a millones de colombianos no necesariamente uribistas o muy politizados. Lo hizo a costa de moverse —verbalmente— al centro. Petro también se movió de manera clara al centro —la verdad, durante la primera vuelta no le oí nunca una propuesta extrema; lo de la constituyente no lo era—, no sólo verbal sino programáticamente, sobre todo después de aliarse con una buena porción de la dirigencia verde. Y, como a Duque, la operación le resultó bien. Esto pone a los analistas frente a la siguiente pregunta: ¿si los dos candidatos ganaron moderándose, qué es lo que llaman polarización? Como fuere, el resultado que obtuvo Petro, así como su desempeño durante la campaña, demostraron que tiene unas capacidades extraordinarias de liderazgo político. Pero también reiteran que solamente un proyecto de convergencia, donde quepan muchas voces y muchas figuras, será una alternativa viable al uribismo. Sin una convergencia de muchas corrientes esa alternativa no podrá aspirar a las mayorías; eso era cierto antes de arrancar las elecciones, y lo es ahora. Sólo que, en las nuevas realidades, hay ocho millones largos de votos que han dicho explícitamente que quieren algo distinto. Quisiera mucho que este enorme patrimonio no se gaste en las consabidas peleas de perros y gatos y en pequeñas cuentas de cobro, sino más bien en construcción y movilización para defender la democracia, la paz y los derechos de los colombianos más vulnerables.

¿Defender? ¿De qué? El presidente electo pronunció un discurso de buena voluntad que tiene aristas interesantes. Pero las realidades políticas tienen dinámicas duras que no se pueden ignorar. Con todo el cuidado que hay que tener con las analogías históricas, el precedente de Mariano Ospina Pérez se sugiere a sí mismo cuando uno piensa en la actual coyuntura. Contrariamente a cierta narrativa de buenos y malos, Ospina de candidato era un moderado perfectamente creíble —mucho más que Duque, ciertamente—, y cuando llegó al gobierno construyó gabinetes mixtos en todos los niveles territoriales. Mandó mensajes claros de conciliación y de incorporación de la oposición. ¿Por qué, se preguntará el lector, terminamos entonces en la destrucción de la república y en un baño de sangre? La respuesta, como siempre, es compleja, pero necesariamente pasa por este detallito: hubo una cosa que Ospina no quiso y/o no supo hacer, que fue poner a raya a sus propios extremistas. Y eso hizo parte sustancial de la fórmula que condujo a la catástrofe.

¿Pondrá en cintura el señor Duque a los suyos? ¿O conformará un gabinete con ellos, ungiendo a figuras como Lafaurie y Ordóñez de ministro de Defensa, como se ha venido sugiriendo? La experiencia es que se le traba la lengua cada que queda en el trance de condenar incluso las peores vilezas de sus conmilitones, incluidas las más recientes, o de bloquear las propuestas más brutales del uribismo profundo. Los discursos en política conforman realidades, y el que Duque abandone ciertas estridencias no se puede considerar ni fácil ni gratuito. Pero tampoco es garantía de nada. Es en su gabinete y en las orientaciones que manda al Congreso donde se verá si sus bonitas palabras son traducibles o no a realidades políticas. Por el momento, las señales son muy negativas.

 

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