Muchos en Colombia siguen furiosos por las declaraciones del ex grupo guerrillero Farc convertido en partido político. Que este tenga el descaro de negar el reclutamiento forzado de menores de edad, los abusos a las mujeres en sus filas y tantos horrores más es inadmisible.
Lo dijimos en su momento. Para que la paz despegara en forma era preciso que las Farc le pidieran perdón al país y que lo hicieran bien. Las disculpas que los rebeldes ofrecieron al firmar el Acuerdo fueron insuficientes y no bastaron para aliviar el dolor acumulado tras décadas de conflicto armado. Pedir perdón era necesario para pasar la página de la guerra, pero también porque sólo mediante unas disculpas sinceras y humildes, las Farc podrían reconocer medio siglo de crímenes. Para quienes sufrieron su violencia, incluyendo desapariciones, asesinatos, mutilaciones por minas antipersonales, secuestros, extorsiones y pescas milagrosas, resultaba intolerable que, encima de eso, los culpables negaran que esas infamias habían ocurrido.
Pero sólo ahora que la segunda vicepresidenta del Congreso levantó una tormenta política es que los jefes del movimiento, entre dientes, han aceptado su pasado atroz. Les faltó grandeza para admitir lo que el país sabía de sobra. Su aceptación fue poca y tardía. Esto ha desacreditado aún más el proceso de paz y ha dejado un sabor amargo en toda la nación.
Nada de eso se discute.
Sin embargo, algo más llama la atención. Miles critican el proceso de paz de Juan Manuel Santos y es cierto que el resultado final tiene fallas innegables. El proceso, que en su versión inicial recibió un apoyo mundial, luego de la derrota del plebiscito fue sometido a varios remiendos que terminaron por no convencer a nadie. Su implementación ha dejado mucho que desear, y tampoco ayudó que el presidente Duque, desde el primer día, fue vacilante frente al mismo. En vez de asumirlo a fondo, dado que era una realidad jurídica y política, mandó señales ambiguas, planteó reparos menores que sólo servían para frenar el proceso y hacerle guiños al uribismo, y no se dedicó a desarrollarlo pensando en la reconciliación nacional.
El proceso de paz tiene defectos, sin duda. Pero a menudo se olvida que esta guerra tuvo dos bandos principales. La paz con las Farc es imperfecta, pero hubo un proceso de frente al país. Debidamente explicado, durante años, por el equipo negociador liderado por Humberto de la Calle, y verificado por la ONU. ¿Pero cuál fue el proceso de paz con los paras? Sus cabecillas fueron extraditados en una noche por Álvaro Uribe; no hubo transparencia en lo acordado con el gobierno y quedó un cráter de impunidad luego de haber cometido varios de los crímenes más atroces de la historia moderna de Colombia.
¿Dónde están las voces que reclaman que los paras también admitan sus horrores? Muchos aún los niegan, y cuando sí lo han hecho ha sido ante la justicia especial diseñada por Santos. De los que han aceptado sus crímenes, estos son apenas una fracción, incluyendo violaciones a mujeres y a menores de edad, matanzas colectivas y muchas otras infamias. Entonces sí, exijamos que las Farc cuenten la verdad. Pero hagamos lo mismo con los paras. Porque la verdad purifica y es necesaria para la paz. Pero no la verdad a medias, sino toda. Completa. Y de lado y lado.