Un artículo dedicado a la reforma de la Policía informa sobre encuestas de opinión en las que la institución siempre sale mal librada. Entre otros delitos, se le acusa de violencia desmedida, corrupción, ineficiencia, atracos, amenazas y complicidades con el crimen organizado.
El texto fue escrito por el sociólogo Álvaro Camacho en 1993. Ya en ese entonces las manzanas estaban podridas.
Salvo por uno que otro cursillo sobre derechos humanos, no hubo reforma de fondo. La doctrina de la seguridad nacional fue reformulada y nunca hubo un ajuste de cuentas. Los tiempos han cambiado y una que otra modernización (“armas no letales”) le abrió la puerta al ejercicio de nuevas formas de seguridad. Sin embargo, seguimos atados a la narrativa del enemigo interno.
Terminada la guerra con las Farc-Ep, con todo y lo que falta por implementar del Acuerdo, las fuerzas del orden ciudadano no hicieron parte de las conversaciones y lo que requería un cambio urgente. A falta de amenaza comunista creíble y generalizada, persiste su contraparte. Reacción sin acción. Y ello, al nivel más cotidiano.
Más allá de la protesta ciudadana y su rabia ante la violencia policiva, en el día a día la policía hace un uso desmedido de la fuerza ante cualquier provocación y de manera completamente impune. Lo ocurrido en Bogotá antes del COVID-19 es solo un ejemplo, reiterado por estos días.
No hubo reforma a la policía en la generación anterior, no se habló de reforma tras el Acuerdo de Paz de La Habana y no habrá reforma en el futuro inmediato. El presidente Iván Duque y su parte de solidaridad y espíritu de cuerpo con la institución tampoco son motivo de esperanza.
Anclada en una guerra antisubversiva, la policía no reconoce ciudadanos. Ante desmanes de la ciudadanía como los de la noche del miércoles en Bogotá, falsas equivalencias legitiman el ejercicio oficial de una violencia vengativa e irrespetuosa de cualquier definición de los derechos humanos.