El título de esta columna es una frase icónica del famoso libro Matilda, del escritor Roald Dahl. En ella se hace evidente uno de sus temas centrales: el desdén y la condescendencia con que se trata a los niños, incluso cuando estos son más sensibles y sabios que los mismos adultos, como es el caso de la protagonista Matilda. La creencia que denuncia el libro es aquella de que al más fuerte le corresponde mandar y al más débil, obedecer. Pero con los personajes del padre y la rectora del colegio, Dahl le hace eco a Sócrates cuando éste le pregunta a Calicles: “¿Es la misma cosa o son cosas distintas ‘más poderoso’, ‘más capaz’ y ‘más fuerte’?”.
El trato injusto hacia los niños está enmarcado dentro de una cultura del abuso, arraigada en la idea de que los padres siempre saben lo que es mejor para sus hijos. Pero, aunque los padres son más fuertes y ciertamente más poderosos, no por eso son más capaces, ni tampoco más sabios. Aun así, la tiranía de la “familia nuclear” deja a merced del capricho de los padres el cuidado, la formación y la educación de los hijos. El Estado intenta entrar por los lados, pero el esfuerzo se hace simbólico ante la convicción cultural que establece una relación de gobierno estricta dentro del hogar. Son los padres quienes conocen el bien y el mal y quienes determinan lo que significa en los casos particulares, sin preguntas ni apelación. Al fin y al cabo, ¿para qué interlocutores? Los niños, se cree, tienen una capacidad deliberativa incipiente y un carácter endeble, por algo el castigo físico. El dolor del cuerpo debe compensar lo que la razón carece.
Sin embargo, esta concepción cultural de la niñez, que los asume como incapaces y, por lo mismo, necesitados de regente, no siempre fue así. En sus estudios sobre la niñez, el historiador y medievalista Philippe Ariès argumenta que solo a partir del siglo XV la niñez se empezó a concebir como un estado diferente de la adultez. En la Edad Media, por ejemplo, los niños se representaban en pinturas como adultos de pequeña estatura que utilizaban la misma ropa y se desempeñaban en las mismas actividades que los más grandes. Los niños no eran esas voces inocentes y delicadas que se debían mantener al margen de los problemas de la ciudad. La infancia y la adultez reflejaban un continuo donde la voz de la razón se hacía valer por su propio mérito. Y la ciudad, con el poder que implicaba estar en ella, era de todos.
Hoy tenemos, por un lado, una “niñología” que relega la infancia a un estado simplón e idealizado y, por el otro, un “adultismo” protegido en el “valor” de la familia nuclear. En últimas, la familia nuclear no sería grave si los padres fuesen todos sabios y justos, ¿pero cuántos hay así? ¿Y cuántos lo son todo el tiempo? En ese sentido, no está de más algo de suelo del Estado. El martes pasado la plenaria del Senado aprobó un proyecto de ley que prohíbe los castigos físicos y tratos crueles contra niños. Algunos miembros del partido evangélico Colombia Justa Libres lo consideraron innecesario por promover la intromisión del Estado en la autonomía de los padres. Pero autonomía no es hacer lo que se quiere. Es guiar las propias acciones según su justicia, no según el capricho violento del más poderoso.