Zoon politikón

Francisco Gutiérrez Sanín
11 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

Inevitable comentar la indagatoria del expresidente Álvaro Uribe Vélez ante la Corte Suprema de Justicia. Ya varios lo han hecho —de manera seria y hasta docta— desde el punto de vista legal. Otros han adoptado una perspectiva que podría llamarse institucional, concentrándose, por ejemplo, en los efectos deletéreos que tiene sobre la separación de poderes el apoyo gubernamental a Uribe. No hablemos ya de los aspectos humanos, destacados por tirios y troyanos.

Estas son dimensiones importantes que habrá que tener en cuenta a medida que se vaya desenvolviendo el caso. Quiero aquí, sin embargo, invitar al lector a pensar sus implicaciones desde una óptica directamente política. Ofrece ella al menos tres narrativas que vale la pena desarrollar.

La primera es que —como en el estupendo cuento de Sherlock Holmes— “el perro no ladró”. Nos habían prometido la movilización nacional de la sociedad civil indignada contra una justicia ilegítima. Nos habían regalado con imágenes apocalípticas —algunas de estas ya abiertamente delincuenciales—, con regueros de sangre incluidos, que harían del Bogotazo una puesta en escena de aficionados. Nada de eso pasó. El evento fue marginal para millones de bogotanos, medellinenses, barranquilleros y caleños, que estaban pensando en sus propias cosas (me imagino que, básicamente, trabajo y familia). Los manifestantes, a favor y en contra —y sólo en un par de ciudades grandes—, se podían contar por las centenas, a veces incluso por las decenas. En ningún momento se sintió el ambiente de fin de mundo que necesitaban desesperadamente crear las palomas y los hámsteres.

Lo cual me lleva a la segunda narrativa: el entorno terriblemente turbio en el que se mueven Uribe y algunos de sus acólitos. No sé, ni tengo posibilidad de saber, si Uribe es culpable de las acusaciones que se le hacen en este caso particular. Eso es bola de la Corte. Pero lo que ha quedado en evidencia en estas semanas que precedieron a la citación del caudillo es que éste se mueve en un ambiente peligroso. Su abogánster les hace desinteresadas donaciones a paramilitares. Mientras espera los efectos de ellas, planea organizarle una “fiesta” al periodista más leído del país. En tanto apoyan la causa sujetos como Pardo Hache, encartado en el secuestro del suegro de Pastrana. Le interceptaron el teléfono al caudillo, creyendo que pertenecía a un tercero —un opaco politicastro enredado, al parecer, en el asunto del cartel de la toga—, pero resulta que ese aparato era uno de los canales más activos de Uribe para comunicarse con el submundo. En cada nuevo episodio de este culebrón nos encontramos con alguien (o algún) torcido, con un golfo, con un perdonavidas. De Popeye a Cadena, con todas las gradaciones intermedias.

No es algo completamente nuevo en la trayectoria del doctor Uribe. Pero tampoco es algo que deba normalizarse. Que un expresidente de la República tenga comercio al parecer permanente con esa clase de entorno no es, con seguridad, un delito. Podría estar hablando con el abogánster o el equívoco ganadero para planear donaciones, u organizar fiestas, o jugar parqués, o simplemente intercambiar chismes. La hipótesis no se puede excluir del todo. El contraargumento es que a esta clase de personaje le interesan ante todo los negocios, y no anda gastando su tiempo en conversaciones inanes. Habrá lectores mejor capacitados que yo para dirimir el punto. Independientemente de ello, que un expresidente de la República tenga tal entorno sí debería ser —y hay que preguntarse por qué no ha sido hasta ahora— un escándalo político gigantesco.

Y esto desemboca en la tercera narrativa, marcada por el suspenso: el submundo aquel ha tenido funciones sociales precisas para distintas operaciones, pero es el fusible que se puede dejar quemar cuando el incendio amenaza. Distintos paramilitares, políticos, funcionarios y oficiales sienten y dicen que les pasó a ellos. Ahora el turno es para Cadena. ¿Escarmentará en cabeza ajena? Amanecerá y veremos.

 

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