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El reto de Juan Manuel Santos

Debe demostrarle al país que tiene el peso político suficiente para ganarse a pulso en las urnas el derecho a estar otros cuatro años en el poder.

Hugo García Segura
11 de mayo de 2014 - 02:00 a. m.
El reto de Juan Manuel Santos

Ya no están a su lado ni el expresidente Álvaro Uribe ni Juan José Rendón. Defensores y detractores coinciden en afirmar que su triunfo en 2010 estuvo cimentado en que supo presentarse como el heredero natural de la seguridad democrática y en el giro que entonces le dio a su campaña el polémico estratega venezolano, cuando en las encuestas pintaban negros nubarrones y la llamada Ola Verde amenazaba con ahogar sus sueños tempranos de ser presidente de Colombia. Hoy, Uribe se ha convertido en su más acérrimo opositor y no lo rebaja de “traidor” a la hora de calificarlo, mientras que Rendón, que oficiaba otra vez como su principal estratega de campaña, tuvo que hacerse a un lado en medio del escándalo por su supuesta mediación en nombre de algunos capos del narcotráfico para su sometimiento a la justicia, con versiones de dineros calientes de por medio.

Por eso, el reto de Juan Manuel Santos es probarse a sí mismo y probarles a todos que tiene vuelo propio y el peso político suficiente para mantenerse en el poder, además de acallar esas versiones incómodas que han hecho carrera y que se escuchan en los corrillos: que es un dirigente lejano, sin carisma y equivocado a la hora de comunicar. De hecho, para él, estos cuatro años al frente del Gobierno le han servido —dice— para ser “una persona nueva”: “Gestionar un país desgasta, es algo innegable, pero también te enseña a trabajar por los demás, a levantarte cada mañana con el firme propósito de que los colombianos merecen un gobierno que se preocupe por sus necesidades, que les ofrezca soluciones, que dé la cara por ellos. Durante mi primer mandato he mostrado un perfil cercano pero firme, receptivo pero exigente, directo pero cauto”, es como se describe en la página web de su candidatura.

Nacido el 10 de agosto de 1951, a estas alturas de la vida del primer mandatario se ha dicho casi todo: que viene de una familia a la que el ejercicio de la política y el periodismo le permitió convertirse en una de las más poderosas de Colombia; que su tío abuelo, Eduardo Santos Montejo, fue presidente de la República entre 1938 y 1942, o que su abuelo, Enrique Santos Montejo, Calibán, fue una de las plumas más influyentes del país desde las páginas de El Tiempo, periódico del que fue subdirector. También, que un accidente en la niñez, cuando jugaba con pólvora y gasolina, lo tuvo al borde de la muerte, que por dos años fue cadete naval, que su primer sueldo lo recibió de la Federación de Cafeteros y que fue ministro de Comercio Exterior en el gobierno de César Gaviria, de Hacienda en el de Andrés Pastrana y de Defensa con Uribe, quizás su catapulta hacia el poder tras los golpes dados a las Farc, léase Operación Jaque y la muerte de Raúl Reyes.

Asimismo, que lo de su esposa, María Clemencia Rodríguez, Tutina, fue “amor a primera vista”, y que si hace poco dijo que daría hasta la vida por lograr la paz, también la daría por sus hijos: Martín, María Antonia y Esteban. Y que es un hábil jugador de póquer, cuyas estrategias —aseguran— aprendió a aplicar en la política, por lo que algunos no dudan en cuestionar sus camaleónicos movimientos, como cuando se hizo elegir por el Congreso como el último designado presidencial, hace ya 21 años, o cuando en 1997 abandonó el barco del liberalismo en plena tormenta del Proceso 8.000, que amenazaba con hacerlo naufragar.

Fue, de hecho, una decisión que le valió el señalamiento de “conspirador” por parte del gobierno Samper, que lo acusó de gestar un plan para sacar del poder al entonces presidente, buscando el apoyo no sólo de la dirigencia gremial y política del país sino también de guerrillas y autodefensas. Fueron los tiempos de la Fundación Buen Gobierno y de Destino Colombia, un ejercicio de convivencia que Santos lideró y que planteaba cuatro visiones posibles de país, 16 años hacia el futuro, que podrían ocurrir dependiendo de las decisiones que tomaran los mismos ciudadanos. Sorprendentemente, la historia ha demostrado que Samper, Pastrana y Uribe cumplieron su papel protagónico en el trazado libreto y que hoy Santos busca su lugar en lo que él mismo calificó como “un proceso evolutivo irreversible que esperamos culmine en una transición pacífica y en una reconciliación definitiva”.

Se trata, ni más ni menos, del cuarto escenario que planteaba Destino Colombia: el de “La unión hace la fuerza”. Un objetivo que, sin embargo, no se ve en el país actual, donde la polarización manda y la campaña electoral por la Presidencia se ha convertido en un ir y venir, entre santismo y uribismo, de insultos, agravios y acusaciones con tinte judicial. Y el Juan Manuel Santos que el 7 de agosto de 2010 asumió el poder enarbolando las banderas de la prosperidad democrática y rindiendo homenaje a su antecesor, Álvaro Uribe —“un hombre que brillará en la historia patria como aquel que devolvió a los colombianos la esperanza en el mañana y la posibilidad de recorrer sin miedo nuestro hermoso país”, como dijo en su discurso de posesión— enfrenta ahora la más crucial de sus batallas políticas.

Uribe no le perdona que tres días después de haber llegado a la Casa de Nariño se reuniera con uno de sus más duros rivales, Hugo Chávez, el ya fallecido presidente venezolano, y lo llamara “su nuevo mejor amigo”. Tampoco el haber hecho alianza con Germán Vargas Lleras y Juan Camilo Restrepo, dos de sus más enconados enemigos políticos, hasta el punto de nombrarlos ministros. Y mucho menos haber iniciado un proceso de negociación con las Farc, que hoy se adelanta en La Habana (Cuba), sin antes exigirles el cese de los ataques terroristas o acabar con el reclutamiento de niños. “Incoherencias imperdonables”, señalan los uribistas purasangre, que se desbordan en afirmaciones como que se le está entregando el país a la guerrilla y al “castrochavismo”, con Fuerzas Militares incluidas, o que la reelección se está comprando con pura “mermelada”.

Que “la política es sublime, pero la lucha por el poder saca lo peor de la condición humana”, ha dicho más de una vez Santos, empeñado desde que dejó de lado su mantra de no pelear con Uribe en demostrarle al país que vale la pena dar la pelea por la paz y que su gobierno ha hecho mucho —más que el de su antecesor, según él—, pero que aún falta bastante por hacer. “Yo lo sabía: que tomábamos un riesgo, pero nunca me imaginé que esos enemigos de la paz, aquellas personas que quieren matar la esperanza de los colombianos, que es el valor supremo más importante de cualquier país, de cualquier sociedad, llegarían a los extremos que hemos visto en los últimos tiempos”, manifestó el viernes pasado durante una correría por Bucaramanga.

“No me voy a detener”, les advirtió a sus detractores. Es la nueva faceta que muestra el jefe de Estado ante el desafío de la reelección, en momentos de tensión política, cuando los discursos de uno y otro bando dividen el país entre la paz y la guerra. “Aunque nadie lo crea, el poder no es una obsesión para Juan Manuel Santos”, dice uno de sus cercanos colaboradores. “Es un gran ser humano. Los medios se han encargado de ponerlo de piedra, como un hombre sin corazón, pero es todo lo contrario. Es un buen hombre, que sufre, llora...”, agrega Tutina, su esposa. Una apreciación en la que coinciden su círculo más cercano, y entre sus asistentes es común escuchar que “al jefe no se le conoce realmente como es. Tal vez su timidez no lo deja mostrar su verdadera faceta”.

Timidez que por estos días de agitación electoral ha tenido que dejar de lado en la cruzada reeleccionista que significa, ni más ni menos, el todo o nada en su carrera política. En la campaña aseguran que lo ven tranquilo y entregado a buscar los votos que le garanticen la continuidad, aquellos que —muchos dicen— nunca ha tenido. Pero a la pregunta sobre qué palabra definiría hoy al presidente Santos, más de uno contesta: “Ansiedad”.

Lo cierto es que el futuro político de Colombia se juega hoy en aguas pantanosas, los ánimos están caldeados, los escándalos son protagonistas y para seguidores de una y otra orilla no hay puntos medios. Lo que sí es claro, como lo escribiera María Alejandra Villamizar en su perfil del libro Los suspirantes, “las elecciones presidenciales de 2014 le permitirán al país conocer la verdadera dimensión política de Juan Manuel Santos, quien no sólo no tendrá la sombra protectora de Uribe, como ocurrió en 2010, sino que deberá enfrentarse a ella y derrotarla”.

 

 

 

hgarcia@elespectador.com

@hgarciasegura

Por Hugo García Segura

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