En el extremo oriente del país se esconde un tesoro natural de ríos, bosques y llanuras que parece olvidado por el Estado. Sus habitantes, más de 120.000, dicen que desde Bogotá se toman decisiones que los afectan y hoy los tienen como el departamento con más pobres multidimensionales. Un equipo de El Espectador visitó la región en medio de la reciente ola invernal de julio y agosto, cuando los sentimientos de abandono y desesperanza crecían al ritmo de las inundaciones.
Durante la ola invernal de 2018, el río Orinoco se desbordó y superó el nivel de 15 metros. Este año, entre julio y agosto, llegó a los 14,9 metros y revivió miedos e incertidumbres.

Las nubes no paran de descargar; por la noche aguacero, por la mañana llovizna insomne. El Orinoco avanza indomable y, alimentado por sus vecinos Meta y Bita, tapa primero al muelle, luego a las calles, los andenes, las bancas y, finalmente, a las casas de quienes están más a la orilla. La creciente también amenaza a la Virgen del Carmen que custodia al puerto. Temerosos de verla como en las inundaciones de 2018, cuando parecía caminar sobre el agua o incluso estar a punto de ahogarse, los vecinos la sacan de su urna para resguardarla.
El profe de la escuela de fútbol contempla abatido cómo el río se tragó la cancha y el parque infantil en los que hace dos semanas entrenaba con sus muchachos; solo los travesaños de los arcos se asoman entre las ondas de agua marrón claro y dan fe de su recuerdo. Los comerciantes del pueblo, en medio de algunos chistes y risas, pero con el afán propio de la angustia, corren cargando de un lado a otro cajas, arrobas de arroz y todos sus productos para salvarlos de la inundación. Bajo la humedad pesada de mitad de año, la gente corre con sus trasteos y mascotas a buscar arriendo o posada en las zonas altas. El alcalde, notablemente estresado, no sabe si contestar más llamadas en las que le piden ayuda o seguir haciendo las suyas a Bogotá e intentar que algún funcionario envíe mercados, maquinaria amarilla, plata.
El miedo, la tristeza, la rabia, la resignación, la impotencia y otra maraña de emociones y sentimientos se desbordan en la gente casi tan rápido como lo hace el río. En Vichada, muchos sienten que la crisis desatada por la reciente ola invernal es un recordatorio de lo apartados que están del resto del país, de la ignorancia del centro sobre sus problemas y virtudes, de que es muy probable que el DANE tenga razón al decir en una de sus encuestas más recientes que este es el departamento con más pobres multidimensionales del país, pues a siete de cada diez vichadenses no les alcanza para suplir las necesidades que se requieren para afirmar que hay calidad de vida en sus hogares.
Desde el Cerro de la Bandera, el punto más alto de Puerto Carreño, la capital, un pescador viejo pero recio señala los afluentes, las islas, la frontera con Venezuela y los barrios sumergidos. Con una calma que da una sensación de rutina, hace un inventario de las decisiones y omisiones que reflejan lo que para él y varios más es el desdén con el que Colombia mira a esa población: la prohibición de la pesca deportiva que era una esperanza para el turismo y la economía, los cierres de fronteras, el desamparo de las comunidades indígenas, la falta de funcionarios y recursos. Se frena, la lista parece ser más larga, pero él prefiere terminar. “Quisiera ser optimista, pero es imposible”, responde cuando le preguntan cómo imagina el futuro de su territorio en diez o más años.
Vichada es el departamento con más pobreza multidimensional en el país . Sus habitantes se sienten ignorados por el centro del país, aislados y sin un norte claro.


El pescador es Álvaro Novoa, tiene 65 años, un bigote negro y duro y en sus manos las cicatrices que le han dejado los anzuelos. Hace más de 30 años se perdía durante ocho días por los cursos del río Meta para sacar hasta 1.200 kilos de bagre y venderlos; así levantó a su familia y de paso les heredó a sus hijos el oficio. Pero ahora, declara, ya no siente el anhelo de hacer “ese daño”.
Recuerda que por allá a finales de los 80 estaba junto a cinco compañeros trabajando en una laguna; en la faena de ese día sacaron y mataron a 16 pavones o tucunarés, un pez depredador que puede pesar hasta 15 kilos, lo que lo convierte en un gigante del agua dulce, además de hechizante por su color dorado, franjas negras y un ocelo que siempre va en la aleta caudal. Álvaro dice que al final de esa jornada, amarrando los pescados, le brotó la reflexión que lo llevó a cambiar casi todo: "¿Pero yo qué estoy haciendo ayudando a acabar esto? ¿Cuántos años pasan para que un animal llegue a este tamaño? Y nosotros en un momentico le demos un garrotazo para acabarlo”.
Vichada es potencia en turismo de naturaleza, siembra de bosque para venta de bonos de carbono y en la agroindustria del marañón.
Ya por esos días rondaba el cuento de la pesca deportiva, una actividad que genera adrenalina e interés de competir entre quienes disfrutan aventurarse en los ríos equipados con cañas y carretes para atrapar peces exóticos, fotografiarlos y soltarlos. Fue una afortunada coincidencia para Álvaro y su progresiva preocupación de cuidar las aguas que le dieron el sustento por años. Así fue como cambió de trabajo y hoy es más que nada un operador turístico que habla con propiedad de los tipos de anzuelos para no lastimar tanto a los ejemplares o de la regla de los 20 segundos para tomar la foto y devolver.
Las riquezas fluviales de Colombia empujaron una bonanza de turistas nacionales y extranjeros hacia las cuencas Orinoco y Atlántico, al igual que en el Magdalena y el Pacífico. Miles de familias se lanzaron a esas aguas, invirtieron, generaron empleo. Álvaro Novoa convenció a los suyos de sumarse y tomó una decisión que hoy rememora como un lamento: “Mis hijos querían estudiar, pero no los dejé. Les dije ‘miren, a ustedes también les gusta esto, metámonos a esa moda de la pesca deportiva que promete’. No estudiaron sino su bachillerato y entre todos montamos el negocio y hoy tenemos 14 embarcaciones”.
El baldado de agua fría, como él lo llama, les cayó en 2022, justo cuando esperaban una luz para recuperarse del golpe económico del covid-19. En mayo de ese año, la Corte Constitucional, con ponencia de la magistrada Diana Fajardo, resolvió prohibir la pesca deportiva, argumentando, entre otras razones, que la práctica podría ser maltrato animal y dañina para el medioambiente. En Guainía, Chocó, Guaviare y, especialmente en Vichada, muchos ni siquiera hoy entienden cómo se tomó la medida, ni qué hace la Corte Constitucional y por qué pudo decidir sobre sus futuros.
Según el alto tribunal, dicha actividad desconoce que es deber de los seres humanos “actuar en armonía con los recursos naturales que los rodean, procurar la conservación de la flora y fauna, contribuir a preservar el medio ambiente, y no causar, sin justificación, más allá del entretenimiento, prácticas que impliquen maltrato animal”.
Álvaro, ya con una expresión más irritada, dice que no entiende cómo en la capital creen que vale más un pez muerto que vivo. “La gente que ayudó para esa norma nunca ha pescado. Yo creo que ni el pescado les gusta. Por aquí ni vinieron a hacer un estudio y a mirar que nosotros estamos es cuidando”, agrega. Cómo este, hay casi 800 casos de familias vichadenses —según la Asociación Colombiana de Piscicultura y Pesca, en todo el país hay 100.000 familias afectadas por la prohibición— que se quedaron de brazos cruzados por la sentencia. Aunque ninguno habla del concepto centralismo, la mayoría coincide en que lo ocurrido con la pesca deportiva demuestra que Bogotá, el Gobierno y el Estado, como ellos nombran sin distinción, los tienen relegados y toman ese tipo de decisiones sin conocer su realidad.
“Es desconocer esta región alejada en la que desarrollar algo es supremamente difícil; seguramente quien generó esto no tiene la menor idea del daño ocasionado. Hoy tenemos familias que aún no se recuperan; invirtieron en su motor, en su bote, en sus carpas para que luego les dijeran que están haciendo una actividad ilegal”, opina Erick Malpica, líder de los pescadores y emprendedor del turismo de naturaleza, quien habla con convicción de los demás males que reflejan el abandono en el que viven.
Según cuenta, en un territorio bañado por tantos ríos, entre estos el Bita, el primero del país en ser declarado completamente protegido, no hay ni un funcionario de la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca (Aunap) desde diciembre de 2024, lo que implica cero control de la veda, la restricción que se impone a los pescadores para proteger la reproducción natural de los peces. Erika Gómez, una joven bogotana licenciada en biología que hace 10 años se estableció en Vichada, señala que por esa desatención no se respetan las tallas mínimas de los peces y se utilizan artes de pesca prohibidas que afectan a delfines y caimanes. “Tampoco hay apoyo de la Policía ni de la Armada y cuando hay presencia de la Aunap es de un solo funcionario para un departamento en el que se necesitan 12 horas o más para ir de un municipio a otro”, agrega ella. A todo esto se suma que ninguna autoridad puede controlar lo que hacen los pescadores venezolanos en las mismas aguas.
En invierno, llegar a Vichada es engorroso y costoso por la falta de vías. Las opciones son vuelos de más de $600.000 o recorridos de 12 horas por río.
El tema fronterizo es el prólogo de otro memorial de agravios que los habitantes del departamento tienen contra el Estado. Los comerciantes aseguran que si bien la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (Dian) sí hace presencia en la región, se trata de una entidad que toma decisiones sin un enfoque territorial y que muchas veces parece estar únicamente para cerciorarse de que el recaudo fluya.
Eder Gómez es carreñense y desde hace 25 años maneja tiendas y supermercados en el puerto. Con el agua hasta las rodillas, supervisa que salga bien el transporte de su mercancía desde la zona inundada a las partes altas. Comenta que su sector depende, principalmente, de lo que compran los hermanos venezolanos de Puerto Páez y otras localidades de los estados Apure y Bolívar, pero que desde hace más de cinco años las decisiones del centro del país han ralentizado ese renglón de la economía, el tercero más importante en Vichada después de agricultura y pesca y la administración pública.
Él explica que, por orden de la Dian, los venezolanos que llegan a Puerto Carreño para comprar sus mercados o surtir sus negocios solo pueden pasar un valor de $2.350.000, una cifra exigua si se tienen en cuenta los costos actuales de la canasta familiar y la inversión que demandan los fletes. Quien lleve mercancía que supere ese valor es retenido por la Armada y pierde su inversión. Según Eder, lo único que ha logrado ese tope es fomentar el contrabando por caminos ilegales y muchas veces plagados por organizaciones criminales: “Los perjudicados somos el comercio, quienes estamos pagando impuestos. Hemos hecho reuniones con la Dian acá, pero ellos responden que no tienen nada que ver, que eso es a nivel nacional”.
Otro golpe para Vichada, recuerdan sus habitantes, llegó por cuenta de las tensiones políticas del gobierno de Iván Duque con el régimen de Nicolás Maduro. Todos en Puerto Carreño fueron testigos cautivos del deterioro de las relaciones diplomáticas y de cómo las narrativas que ambos lanzaron, uno desde la Casa de Nariño y el otro desde el Palacio de Miraflores, tuvieron un coletazo indeseado en ese pueblo remoto. En 2020, tras más de 16 años de estar recibiendo energía eléctrica de la red venezolana, el municipio se apagó y solo se quedó con el horizonte brillante y luminoso que por las noches aparecía en el cielo de sus vecinos de Puerto Páez. Muchos sintieron envidia y más de uno soltó una frase popular en los 2000, algunos en broma y otros más resueltos: “Si no nos quiere Colombia, que nos adopte Venezuela”.
Las plantas a base de gasolina fueron la primera solución para el pueblo. Luego, en 2021, el entonces presidente Duque inauguró una planta de biomasa —que produce energía con la quema de madera— prometiendo que sería la solución para que el servicio no dependiera más del “estado de ánimo de un dictador”. Sin embargo, según datos del portal Mutante, entre 2022 y 2024 se presentaron 1.733 apagones que implicaron más de 1.900 horas sin luz en Puerto Carreño, además de una deuda millonaria de la empresa pública Electrovichada con los dueños de la planta, Refoenergy*. La primera dice que los pasivos han aumentado en parte porque el Gobierno no gira a tiempo los subsidios, mientras que la privada señala que esas demoras son las que generan los apagones, porque no hay recursos para pagar la materia prima.
Lo que ocurre con la energía eléctrica, aclaran los pobladores, es solo una rama más del manojo grande de problemas e inconformidades que los desilusiona. “Acá tenemos todas las necesidades que ustedes crean, entonces requerimos de todo el apoyo del gobierno central. Un llamado para el presidente Gustavo Petro, para su gobierno, que nos atienda”, reclama Rafael Miranda, un concejal de cinco periodos que en medio de una charla con sus vecinos cae en cuenta de que el actual mandatario nunca los ha visitado. “Será porque acá no hay tantos votos”, resuelve.
La Defensoría del Pueblo alertó en 2024 que en la región hay una disputa violenta entre la Segunda Marquetalia, el Frente Primero del Estado Mayo Central, el ELN e incluso algunas subestructuras del Clan del Golfo.
Vichada son 100.242 kilómetros cuadrados de llanuras, ríos, bosques, unos 120.000 habitantes y cuatro municipios, entre estos el más grande de Colombia, Cumaribo. Es un territorio con superficie similar a la de Portugal o el doble de Suiza. En cada rincón, dicen los locales, hay una muestra del aislamiento en el que han vivido siempre y, oficialmente, desde hace 34 años, cuando pasaron de ser comisaría a departamento con la constituyente de 1991.
Las cifras oficiales no los dejan mentir. En Vichada, solo el 12,3 % de hogares tiene vivienda propia y el 92,9 % vive con déficit habitacional; es decir, en espacios pequeños, con problemas estructurales o sin acceso a servicios básicos. Este mismo departamento carga el peso de ser el que tiene menos hogares con acceso a internet; solo el 14,5 % está conectado, mientras que en Bogotá el dato es del 82,7 %. También tiene la cifra de menor asistencia escolar de jóvenes (17 a 21 años), solo el 12 %, y por ende la tasa más baja de acceso a educación superior, 4,8 %.
Aunque la mayoría de estos datos del Dane son desconocidos por los vichadenses, comprenden realidades que ellos palpan directamente en las calles, algunas con más calado que otras. Un ejemplo claro está en la situación de los indígenas. Siete de cada diez pobladores del departamento pertenecen a etnias como las Sikuani, Amorúa y Piapoco. Sus líderes aseguran que, además de todas las problemáticas sociales citadas, a esas comunidades el abandono les pega con más fuerza porque no hay políticas públicas con enfoque diferencial.
“Vaya a ver ahora, salió la resolución de calamidad pública por las inundaciones; nombran barrios, pero no a las comunidades indígenas y sus asentamientos que no tienen para pagar un alquiler. A los que no les ha llegado el río, les resumió por debajo, pero las autoridades no los tienen en cuenta porque son dizque población flotante”, reclama con indignación Henny Gutiérrez, una lideresa que despacha desde Bogotá en busca de ayudas para sus comunidades en Vichada y porque, según denuncia, ha recibido múltiples amenazas por su trabajo.
Ella también apunta al centralismo como causa de las dificultades de la región. Señala que junto a sus comunidades ven con tristeza cómo el centro del país y todas las entidades, particularmente el Ministerio del Interior y la Presidencia, prestan mayor atención a otras regiones: “Uno hasta se siente impotente cuando ve que todos corren para el Cauca, que van millones para La Guajira, pero no mandan ni una libra de sal para este lado”.

Vichada son 100.242 kilómetros cuadrados de llanuras, ríos, bosques, unos 120.000 habitantes y cuatro municipios, entre estos el más grande de Colombia, Cumaribo. Es un territorio con superficie similar a la de Portugal o el doble de Suiza. En cada rincón, dicen los locales, hay una muestra del aislamiento en el que han vivido siempre y, oficialmente, desde hace 34 años, cuando pasaron de ser comisaría a departamento con la constituyente de 1991.
Las cifras oficiales no los dejan mentir. En Vichada, solo el 12,3 % de hogares tiene vivienda propia y el 92,9 % vive con déficit habitacional; es decir, en espacios pequeños, con problemas estructurales o sin acceso a servicios básicos. Este mismo departamento carga el peso de ser el que tiene menos hogares con acceso a internet; solo el 14,5 % está conectado, mientras que en Bogotá el dato es del 82,7 %. También tiene la cifra de menor asistencia escolar de jóvenes (17 a 21 años), solo el 12 %, y por ende la tasa más baja de acceso a educación superior, 4,8 %.
Aunque la mayoría de estos datos del Dane son desconocidos por los vichadenses, comprenden realidades que ellos palpan directamente en las calles, algunas con más calado que otras. Un ejemplo claro está en la situación de los indígenas. Siete de cada diez pobladores del departamento pertenecen a etnias como las Sikuani, Amorúa y Piapoco. Sus líderes aseguran que, además de todas las problemáticas sociales citadas, a esas comunidades el abandono les pega con más fuerza porque no hay políticas públicas con enfoque diferencial.
“Vaya a ver ahora, salió la resolución de calamidad pública por las inundaciones; nombran barrios, pero no a las comunidades indígenas y sus asentamientos que no tienen para pagar un alquiler. A los que no les ha llegado el río, les resumió por debajo, pero las autoridades no los tienen en cuenta porque son dizque población flotante”, reclama con indignación Henny Gutiérrez, una lideresa que despacha desde Bogotá en busca de ayudas para sus comunidades en Vichada y porque, según denuncia, ha recibido múltiples amenazas por su trabajo.
Ella también apunta al centralismo como causa de las dificultades de la región. Señala que junto a sus comunidades ven con tristeza cómo el centro del país y todas las entidades, particularmente el Ministerio del Interior y la Presidencia, prestan mayor atención a otras regiones: “Uno hasta se siente impotente cuando ve que todos corren para el Cauca, que van millones para La Guajira, pero no mandan ni una libra de sal para este lado”.
La incertidumbre política también perjudica al departamento. En febrero de este año, la justicia condenó por corrupción al gobernador Alex Benito Castro. El pasado 15 de junio se eligió como nuevo mandatario a Fulberto Guevara.
Henny recuerda que solo una vez sintió que los ojos del país se percataron de Vichada, cuando una decena de medios la entrevistaron y miles de colombianos lanzaron un grito al cielo al ver las imágenes de niños indígenas navegando entre las bolsas y desperdicios del basurero de Puerto Carreño buscando algo que comer. Los reportajes derivaron en las visitas de altos funcionarios, debates de control político y muchas promesas. Pero de eso ya pasaron más de tres años y la escena se ve todos los viernes al paso del camión de la basura.
La radiografía se repite en el tema salud, pues incluso en marzo de este año las comunidades indígenas se tomaron la sede de la Nueva EPS en Puerto Carreño para realizar una minga en señal de protesta por la mala atención, que va desde la falta de medicamentos hasta los traslados injustificados a Bogotá. Lo propio pasa con el agua potable, pues la planta de la capital parece más una piscina de ocho estanques pequeños que no alcanza a abastecer durante todo el día al grueso de la población.
La falta de vías y el mal estado de las pocas que existen es para muchos otra de las señales indiscutibles de lo desconectados que están del país. En invierno, salir del lugar puede ser una odisea por conseguir los cerca de $600.000 que cuesta un vuelo de Satena a Bogotá y más si se trata de los viajes en pequeñas avionetas a los otros municipios: Cumaribo, La Primavera y Santa Rosalía. La otra opción es, durante temporada de aguas altas, emprender un periplo de casi 12 horas por el río Meta desde Puerto Carreño hasta Puerto Gaitán, esto con el objetivo de llegar a Villavicencio. Sin embargo, varios operadores de las embarcaciones que hacen este trayecto dicen, en voz baja, que los precios para transportar carga y pasajeros han aumentado considerablemente por las extorsiones de grupos criminales.
Y es que, precisamente, esta esquina no se escapa de la desdicha de la violencia y la inseguridad. A mediados de 2024, la Defensoría del Pueblo emitió una alerta de inminencia sobre la zona por la disputa territorial que libran la Segunda Marquetalia, el Frente Primero del Estado Mayo Central, el ELN e incluso algunas subestructuras del Clan del Golfo. Muchos temen que esos actores y la indiferencia del Estado los lleven de vuelta a una época de masacres, desplazamientos, reclutamiento de sus hijos y tantas tragedias posibles.
Los vichadenses insisten en que la madre de todos sus males está en el abandono: decisiones mal tomadas, presencia estatal débil y falta de recursos. El alcalde de Puerto Carreño, Jaime Ariel Rodríguez, por estos días atareado por la ola invernal, reconoce que plata no hay y que los mandatarios locales están obligados a gestionarla en el nivel central. “El Estado, históricamente, le ha dado la espalda a estos territorios”, comenta mientras prepara una “donatón” de sus mismos ciudadanos para ayudar a los más afectados por las inundaciones.
Después de dos meses, los ríos ceden; se van sin prisa de las casas y las calles. “Solo queda desolación, destrucción, todo vuelto nada”, asegura Luis Fernando Herrera, un comerciante conocido como “El Mohán” y quien se define como un orgulloso hijo del Orinoco. En algunos barrios, mientras la temperatura y la humedad vuelven a elevarse, el Ejército y sus soldados ayudan a traer de vuelta la mercancía de los comerciantes, los hornos de panadería, las neveras. Quienes tienen la posibilidad, empiezan a hacer cuentas para la limpieza, reparación y pintada de sus casas; quienes no, se resignan a volver con sus colchones, televisores y con sus perros y gatos. Las pérdidas son grandes, pero hay mucho alivio y una pequeña sensación de victoria en ese retorno.
Con un panorama como este, ¿hay espacio para pensar en el futuro? Líderes sociales, comerciantes, pescadores, políticos, indígenas, empresarios y vichadenses de a pie tienen diversas formas de imaginar estos suelos y ríos en diez y veinte años. Varios están en el extremo del pesimismo y uno que otro, como el alcalde, dice que lo que hay es potencial para hacer de Vichada lo que es, un tesoro de la naturaleza, ojalá no escondido, además de potencia del turismo, la siembra de bosque para venta de bonos de carbono y hasta de la agroindustria del marañón.
La mayoría, sin embargo, no tiene una respuesta clara. “Tenemos mucha riqueza hídrica, vegetación, aves, turismo. Entonces sí es una región muy próspera, pero necesitamos el impulso del Gobierno Nacional para salir adelante”, opina el concejal Miranda. “Yo me imagino un Vichada con mayores garantías. Le pido al Estado que voltee a ver estas comunidades”, agrega Henny Gutiérrez.
“El Vichada tendría un buen futuro sabiendo elegir dirigentes que trabajen por el pueblo. Aquí tenemos gente muy inteligente, que quiere progresar, pero, tristemente, los administradores de turno nos tienen en este olvido en el que vivimos. Para nadie es un secreto que esto es un departamento olvidado”, concluye “El Mohán”. El futuro en este rincón de Colombia está en pausa, muchos se sienten a la deriva; sin embargo, en el fondo confían en su fuerza, en que pronto podrán enderezar el timón y en que el resto del país no tardará tanto para voltear a verlos.
Investigación periodística y reportaje:
David Efrén Ortega
Investigación, fotografías y realización audiovisual:
Daniela Rojas
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