Turismo
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Llegó la hora de viajar a Egipto

Conocer esta nación milenaria nunca había sido tan económico. Anímese a visitar una de las maravillas del mundo y entender 7.000 años de historia de la humanidad.

Nelson Fredy Padilla, enviado especial, El Cairo
01 de febrero de 2017 - 03:00 a. m.
Guiza: afueras de El Cairo. Las pirámides construidas como tumbas de los faraones Keops, Kefrén y Micerino.
Guiza: afueras de El Cairo. Las pirámides construidas como tumbas de los faraones Keops, Kefrén y Micerino.

Egipto está más barato que nunca, me explica Mahmoud Hoka, el guía especializado que me recibió en el aeropuerto de El Cairo y me guió por la gigantesca capital y sus alrededores.

Lo costoso es pagar los tiquetes a Europa, en mi caso Madrid a través de Avianca, y luego hasta esta ciudad vía Egyptair. También se puede llegar haciendo escala en Estambul o en Fráncfort. Nueve horas de Bogotá a la capital de España y otras cinco de ahí a El Cairo, luego de sobrevolar todo el Mediterráneo.

Aconsejable llevar dólares y euros, porque con las dos monedas se puede negociar. Es mejor no sacar visa en Bogotá, porque cuesta más e implica burocracia de medio día. Se puede llegar a Egipto sin ella y se compra antes de hacer inmigración en alguna de las ventanillas donde ponen el sello en el pasaporte por el equivalente a 25 dólares y de paso se pueden comprar libras egipcias, cada una a casi 19 por un dólar.

A raíz de dos atentados ocurridos en diciembre, uno contra una iglesia copta y otro contra una patrulla policial cerca de las pirámides de Guiza, con 32 muertos incluidos, el turismo se derrumbó comparado con el récord de 2010: 15 millones de visitantes. Hoy no se ven norteamericanos ni europeos, apenas unos pocos japoneses y chinos y el resto son viajeros de países vecinos.

A esto se sumó la revaluación de la libra producto de la inflación. A pesar del temor por nuevos atentados, el Ministerio de Turismo es optimista e informa que la meta para 2020 son 20 millones de turistas-año y trabaja en convencer a aerolíneas como la española Iberia y a varias rusas para que vuelvan a Egipto con vuelos de bajo costo, que empezarían este mismo año.

Ventajas: el taxi entre el aeropuerto y el hotel en el centro histórico cuesta el equivalente a 7 dólares. Para que se hagan una idea de lo barato que está El Cairo, en el hotel Intercontinental, el segundo más caro después del Ritz, hay restaurantes especializados en comida egipcia, libanesa, tailandesa e italiana –muy buenos todos– y los precios de almuerzo o cena oscilan entre siete y diez dólares.

El restaurante más antiguo y tradicional es Abou El Sid, donde cenar es un viaje a los sentidos con una gastronomía que explora no sólo los sabores, sino los aromas. Me encantó el Ful Medames, el plato nacional a base de habas, con ese olor equilibrado entre cebolla y perejil. Cómo olvidar el arroz egipcio, Mashi. Me reconcilié con la berenjena, el ajo y el vinagre. Y es mucho decir. Descubrí amargos suaves como el Mulukhiyah, dulces como el Ashura o el pastel de nueces baklava.

Para otros circuitos, como visitar mezquitas, es mejor pagar un taxi de ida y hacer recorridos a pie por zonas específicas, con mapa en mano y Google Maps de asistente. Si se paga carro por todo el día resulta carísimo, por los trancones y la cantidad de lugares dignos de visitar. En cada jornada callejera se aprende más del arte del regateo llevado a su máxima expresión. Los egipcios ofrecen de todo a precios que parecen exorbitantes, pero terminan vendiendo por la mitad o la tercera parte de lo que piden al comienzo.

Ideal dedicar al menos medio día al Museo Egipcio, con la tumba de Tutankamón incluida, y de a uno a las mezquitas musulmanas y a las iglesias coptas, siendo precavido con aglomeraciones o zonas de control militar susceptibles de hechos terroristas. Esa tensión es evidente desde el aeropuerto, pero lo mejor es hacer acto de fe y disfrutar del viaje. Lo bueno es que se puede caminar horas por barrios populares y, dicen que por disciplina religiosa, parece no haber riesgo de atraco.

Hay que estar preparado para el tránsito caótico de una ciudad de casi 20 millones de habitantes, la más poblada de África, así como para la algarabía –bella palabra que nació aquí y resume la vida cotidiana– del país más poblado del mundo árabe.

Sugerencia: moverse evitando horas pico, como en todas las grandes urbes, porque las congestiones implican horas. Si los colombianos nos quejamos de que en nuestro país hay mucha gente que no respeta señales de tránsito y los conductores son agresivos, los cairotas se ganan el trofeo a la locura. El primer día un policía de tránsito se reía a carcajadas de mí viéndome atravesar una avenida entre automóviles, taxis, bicitaxis, bicicletas y peatones, todos jugando a la ley del más veloz. Luego otro agente me vio en las mismas y se atravesó al torrente para ayudarme a pasar la calle frente a una estatua en honor a Simón Bolívar.

Este es un país tradicionalmente militarista y ahora más desde que el comandante del Ejército, Abdelfatah al Sisi, se hizo presidente a través de un golpe de Estado en 2013 para derrumbar de un tajo lo que el pueblo egipcio estaba construyendo desde la Primavera Árabe, cuando los revolucionarios derrocaron al dictador Hosni Mubarak. Alguna vez quisieron acá una sola república árabe como nuestro Libertador quiso la Gran Colombia.

Ni en Bogotá, Ciudad de México o San Pablo, para citar las más congestionadas de Latinoamérica, me he sentido en tanto riesgo como peatón y en medio de un concierto de pitos que dura las 24 horas del día y se alterna con el llamado a orar de las mezquitas. Los cánticos por parlantes empiezan pasadas las 5 de la mañana y terminan después de las 6 de la tarde. La pitadera es reclamando prioridad y como diciendo aquí voy. El 99 % de los vehículos tienen rastros de choques en competencia por un lugar en las avenidas.

Al tercer día entendí que el mejor momento para atravesar las calles es cuando el semáforo está en rojo para peatones. Si está en verde hay que enfrentar los carros con actitud de torero. Hay que ver a los anfitriones lanzándose a la vía y llamándolos como quien reta al toro para hacerle el quite y así dos o tres veces hasta alcanzar el otro lado.

Caminar el centro histórico es muy interesante. En las calles y los tenderetes está la verdadera cultura de una ciudad y El Cairo ofrece sorpresas a cada paso, desde arquitecturas inglesa, francesa y árabe hasta exquisitas panaderías. Es evidente la marginación de la mujer –por ejemplo, su entrada a los centros de oración es restringido o por puertas laterales–. Van en su mayoría con el cuerpo y el pelo cubiertos y las musulmanas radicales en absoluto negro de pies a cabeza.

Todo esto resulta anecdótico frente a las emociones que produce el privilegio de conocer una de las naciones pioneras en la historia de la humanidad. Ir al bazar de Khan el Khalili, el mercado más antiguo, es un viaje al mundo de Las mil y una noches, a las novelas urbanas del nobel de Literatura egipcio Naguib Mahfuz, cuyo café preferido es el lugar perfecto para terminar una caminata de compras. Los comerciantes han aprendido a hablar casi en cualquier idioma con tal de vender. “¿Viene de España? No, de Colombia. ¡Colombiano! Bienvenido. Pase que le tengo cosas bonitas”. Jamás había visto tantos objetos y textiles tan bien elaborados en un solo lugar. Lo desgastante es negociar.

Incomparable conocer pirámides y tumbas, pruebas de una cultura de 7.000 años, precursora de la humanidad en todos los niveles del conocimiento, desde las matemáticas, pasando por el clima y los astros, hasta las artes. Una palabra que nos une: adobe. Claro que aquí los ladrillos eran bloques de granito de 40 toneladas movidos por esclavos de reyes y faraones. El recorrido de ocho horas lo negocié con el mismo Mahmoud por 50 euros, con transporte y refrigerio. No incluía camello, caballo, carreta antigua ni fotos. Por cada cosa los egipcios están listos a cobrar o pedir propina y hay que negociarla o advertir a cada paso “no, gracias”.

Saqqara, Dashur, el museo de Menfis, las pirámides de Guiza presididas por la esfinge de Gizeh, la escalonada y pirámides que no fueron terminadas, que muestran que nada es perfecto en la historia de la humanidad. Para entender su dimensión espiritual hay guías de todas las clases, desde el folclórico hasta el egiptólogo que da lecciones en inglés o español. Por esta época, que no es temporada alta por el frío de invierno –más frío que en Bogotá debido al viento–, se ven menos visitantes. Entre marzo y mayo se incrementan y las filas para acceder a los lugares más importantes se hacen largas. En el verano el viajero está expuesto a temperaturas de desierto, a tormentas de viento y arena. Otro Egipto.

Antes de irse se puede caminar o trotar por el malecón que bordea el Nilo. Atravesarlo por el puente Qasr al-Nil, camino a la torre de El Cairo -símbolo militar-, donde está el mirador más alto y un restaurante en el que hay que esperar demasiado. De día y de noche se pueden tomar barcos para hacer un recorrido por el gran río mientras se come y se oye música de arpa, laúd, oboe y lira. Si hay más tiempo y dinero, se puede viajar hacia el sur a Luxor, Asuán y los centros turísticos del Mar Rojo. Con razón después de cuatro meses por aquí, a mediados del siglo XIX, Flaubert escribió sobre la melancolía de dejar un paisaje.

 

Por Nelson Fredy Padilla, enviado especial, El Cairo

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