“Yo no llegué al Congreso a pesar de la menopausia, llegué con ella. Y no pienso esconderla”: Elena
Cuando Elena asumió su curul en la Cámara de Representantes ya llevaba varios meses conviviendo con los síntomas de la menopausia. No hablaba del tema con nadie. No porque le pareciera vergonzoso, sino porque sabía que, en el Congreso, el cuerpo de una mujer no es asunto que se pueda mencionar sin que se trivialice.
—Era un entorno en el que yo no podía darme el lujo de parecer cansada, de tocarme el rostro para secarme el sudor, de respirar hondo. Todo eso podía leerse como debilidad.
Los calores seguían ahí. A veces, durante las sesiones, el cuerpo se le incendiaba debajo del saco de paño, mientras presentaba un proyecto o intervenía en un debate. La ropa oficial, la que se espera que una congresista vista, no estaba hecha para un cuerpo que ardía sin aviso.
—Yo hablaba y sudaba. Y me dolía tener que fingir que no pasaba nada.
No se trataba solo del calor. La concentración también se le escapaba a ratos. La niebla mental aparecía en los momentos más inoportunos. Y aunque tenía los argumentos claros, sentía que el cuerpo no le respondía al ritmo que exigía el recinto.
—Era frustrante. Porque mi cabeza sabía qué decir, pero mi cuerpo no me seguía. Me quedaba en blanco, me costaba hilar, y eso en política es imperdonable. Nadie te pregunta si estás pasando por una transición hormonal. Solo te juzgan por no estar “firme”.
Y ahí estaba la trampa. El mandato de estar siempre firme. Como si el cuerpo no tuviera derecho a cambiar, a madurar, a sentir. Como si la política fuera un lugar ajeno al proceso biológico más común y transversal de la vida de una mujer.
—Yo necesitaba que alguien me dijera que no estaba loca. Que esto que me pasaba tenía un nombre, una explicación, y también una salida.
Y así fue como el cuerpo de Elena volvió a tener lugar como parte legítima de su historia.
Cuando Elena llegó a mi consulta, ya era congresista. Venía de una campaña agotadora y en un cuerpo que no le daba tregua. En medio de la exigencia política, su menopausia se manifestaba con una fuerza casi cruel. Sofocos que la hacían sudar a chorros antes de una intervención pública, insomnio que la dejaba sin descanso para enfrentar sesiones de diez o doce horas, irritabilidad que tenía que esconder detrás de una sonrisa inamovible. Todo eso, en uno de los escenarios más hostiles para el cuerpo femenino: el Congreso de la República.
—No podía permitirme fallar —me dijo una vez—. Ni equivocarme. Ni verme mal. Tenía que rendir como si nada me estuviera pasando.
Lo que le estaba pasando, sin embargo, era todo. Era su cuerpo gritándole que algo estaba cambiando. Que necesitaba ser escuchado. Pero ese no era un espacio donde pudiera decirlo. Me habló de los comentarios, de las miradas, de los chistes apenas disfrazados con los que se referían a cualquier debilidad como un “asunto hormonal”. Me habló del silencio al que se obligaba, incluso cuando sentía que ya no podía más.
—Me sentía en una especie de encierro dentro de mí misma. No podía hablarlo allá. Pero aquí sí.
Su cuerpo y su cargo entraron en fricción. Porque nadie te entrena para eso. Nadie le dice a una mujer que mientras representa a miles de votantes también puede estar perdiendo el control sobre su temperatura, su ciclo, su sueño. Nadie se atreve a poner la palabra “menopausia” en la misma frase que “Congreso”.
Y, sin embargo, estaba ahí. En su cuerpo, en su vida, en su curul. La acompañé desde ahí, sin alarmas, sin dramatismos, pero también sin minimizar lo que pasaba. Le ayudé a entender que no tenía por qué seguir fingiendo que nada ocurría.
Que, aunque el Congreso no fuera un lugar que comprendiera el cuerpo femenino, ella sí podía empezar a escucharlo.
* * *
Una tarde, en plena redacción de un proyecto de ley, Elena me escribió un mensaje corto: “Estoy temblando. No dormí anoche. Sudo como si hubiera corrido una maratón y no me puedo concentrar. Pero tengo que entregar esto ya”.
Había pasado el fin de semana en una correría por tres municipios. Había comido a deshoras, atendido reuniones con lideresas, respondido entrevistas, abrazado mujeres, prometido cosas que necesitaban hacerse realidad. Y al volver a Bogotá, su cuerpo ya no respondía igual. Le costaba hilar ideas, le costaba mantenerse enfocada. Pero no había espacio para parar.
—Me sentía como si el cuerpo me estuviera boicoteando. Como si ya no fuera mío —me dijo luego.
Ese episodio lo recuerdo con claridad porque fue cuando me pidió, por primera vez, que la ayudara a ponerle nombre a lo que sentía. No quería que la medicaran por “estrés” ni que la mandaran a descansar “por unos días”. Quería entender qué le estaba pasando.
Y ahí estaba ella: intentando legislar sobre derechos, mientras su propio cuerpo le recordaba que los suyos no podían seguir siendo postergados.
—Yo no podía seguir fingiendo que no pasaba nada —me dijo—. Sentía que me iba a desmayar en cualquier momento. Lo que más me angustiaba eran los calores. No me dejaban pensar.
Por eso comenzamos un tratamiento claro y adaptado a sus necesidades: terapia de reemplazo hormonal, para estabilizar los niveles de estrógeno y aliviar los sofocos; ajustes en su alimentación, reduciendo azúcares simples y grasas saturadas, e incorporando alimentos ricos en fitoestrógenos, como la linaza, la soya y las legumbres; y una rutina de ejercicio regular, con caminatas diarias, fortalecimiento muscular y estiramientos que le ayudaran a recuperar energía y bienestar.
El cambio no fue inmediato, pero sí constante. Lo primero fue el sueño. Volver a dormir sin interrupciones fue una victoria íntima que la conmovió.
—Me levanté una mañana y sentí que tenía la cabeza despejada —me dijo—. Fue como si alguien me devolviera la llave de mi propio cuerpo.
Elena no aceptó resignarse al malestar. Se negó a normalizar los calores, la fatiga y la irritabilidad como si fueran parte inevitable de su trabajo o de su edad. En lugar de eso, buscó información, pidió ayuda médica, inició tratamiento, y se permitió hablar del tema. Lo que hizo fue otra cosa: marcar su propio ritmo, construir un sistema de cuidado que la sostuviera en medio de todo.
Y lo logró. A su manera. Con disciplina y con la convicción de que ninguna mujer debería tener que pasar en silencio su proceso menopáusico. Lo que más la sorprendió no fue el tratamiento, ni siquiera los resultados. Fue la escucha. Por primera vez, alguien la oyó sin minimizar lo que sentía, sin burlas, sin comentarios irónicos disfrazados de empatía.
—Andrés —me dijo una tarde—, yo no sabía que a uno lo podían escuchar así, con calma. Sin interrumpir. Sin apurar. Me cambió el cuerpo, sí, pero también me cambió la forma de pensar la política.
Porque lo entendió todo de golpe: si ella, que tenía voz, curul y visibilidad, había callado durante tanto tiempo por miedo a parecer “débil”, ¿cuántas otras mujeres estarían atravesando lo mismo en silencio? Empezó a hablar. No en los debates públicos, aún no. Pero sí en las pausas, en los pasillos, en los cafés del Congreso.
Y ahí supo que algo importante estaba pasando. Que hablar de la menopausia, de sus síntomas, de sus efectos sobre el cuerpo, el deseo y la vida cotidiana, no era un asunto menor. Era también una forma de hacer política. Una política distinta: que no se construye solo en el hemiciclo ni en los micrófonos, sino también en la conversación honesta, entre iguales, entre mujeres que deciden no ocultarse más.
Para Elena, ponerle palabras a la menopausia no fue solo un acto íntimo. Fue un acto político. De esos que incomodan, sí. Pero que también abren caminos. El cambio fue rotundo. A los pocos días de iniciar la terapia de reemplazo hormonal, Elena empezó a notar una mejora clara: los calores —esos que la hacían sudar en plenaria— se esfumaron. No de golpe, pero sí de forma escalonada.
Con ellos, se fue también la sensación de vergüenza que la obligaba a buscar aire como si estuviera huyendo. Volvió a dormir bien. Ya no se despertaba de madrugada con el corazón acelerado ni con la mente inquieta. La irritabilidad, que tanto le dolía porque la alejaba de quienes más quería, fue disminuyendo poco a poco. Se sintió de nuevo en control.
Para Elena, el cuerpo no es solo un espacio biológico. Es también un espacio de lucha, de afirmación y de resistencia silenciosa, me dijo con firmeza en una de nuestras conversaciones.
Fue en ese reconocimiento que comprendió que tratar su menopausia no era un acto individual ni vergonzante. Era también un gesto político. Recuperar el sueño, disminuir los calores, volver al deseo, no era solo bienestar: era posicionarse frente a una estructura que exige rendimiento constante sin mirar lo que arde por dentro. “Cuidarme fue mi manera de decir que yo también importo. Que este cuerpo que represento también tiene historia, límites y dignidad”.
Comenzó una rutina de ejercicio, sintió cómo su cuerpo respondía con gratitud. La alimentación también fue clave: redujo el azúcar, los ultraprocesados, aumentó el consumo de frutas, verduras, granos integrales y proteínas magras. Su cuerpo necesitaba una nueva forma de cuidado, y ella decidió dársela.
Hoy se siente en paz. Vive con tranquilidad. No hay estruendo ni sobresaltos. Solo una vida que ha vuelto a sentirse suya.
***
Hablamos por teléfono un viernes en la tarde, cuando ya el trajín legislativo de la semana había bajado y ella podía sentarse un rato sin afán. Me dijo que estaba en su casa, con un té en la mano. Esa imagen doméstica contrastaba con la Elena que yo había visto en medios: voz firme, argumentos claros, carácter inquebrantable. Pero al otro lado del teléfono, había una mujer distinta. No más débil, no más frágil. Simplemente completa.
“Yo no llegué al Congreso a pesar de la menopausia, Andrés —me dijo—. Llegué con ella. Y no pienso esconderla”.
Me quedé en silencio unos segundos. No porque no supiera qué responder, sino porque entendí que esa frase debía quedarse así, sin adornos, sin traducción. Era el núcleo de todo lo que habíamos conversado durante semanas.
Hablamos del alivio que le trajo la terapia de reemplazo hormonal, del fin de los calores que antes le parecían una sentencia, del regreso del sueño, de la paz mental. De cómo empezó a cuidarse mejor. A comer sin culpas, a moverse con disciplina, a hacer del ejercicio no una tarea estética, sino un compromiso con su tranquilidad. Todo eso la sostuvo, sí. Pero fue la palabra lo que la transformó.
—El día que alguien me escuchó sin burlarse, sin reírse, sin decirme que estaba loca o exagerando, algo cambió. Sentí que ya no tenía que tragarme sola todo esto. Y entonces empecé a contarlo. A decirlo en voz alta. No con todas las personas, claro, sino con las que podían entenderme. No me da pena decir que estoy menopáusica. Me da orgullo. Porque a pesar del miedo, del silencio, del machismo, sigo aquí. Y eso también es poder.
* * *
Con su voz clara, templada, poderosa. Con una frase que, más que conclusión, es una declaración: “Hacer política mientras arde el cuerpo”.
Hay historias que uno escucha como médico, pero que se le quedan en el cuerpo como ser humano. La de Elena es una de esas. No solo por la valentía con la que enfrentó sus síntomas mientras caminaba por los pasillos más machistas del poder, sino por la forma en que se reescribió a sí misma sin pedir permiso.
En ella, la menopausia no fue ni un final ni una pausa. Fue un llamado. A mirar su cuerpo no como un obstáculo, sino como un terreno de sabiduría. A escucharse. A cuidarse. A decir: “esto también soy yo”. No para que la aplaudan, sino para no traicionarse.
Me enseñó que el silencio al que muchas mujeres han sido condenadas en torno a estos procesos es también una forma de violencia. Y que romper ese silencio, incluso desde la política, es un acto radical. Me enseñó que hablar de hormonas es hablar de poder. Que el cuerpo no se excluye del debate público: lo atraviesa. Lo tensiona. Lo transforma.
Elena no hizo de su menopausia una bandera. Pero tampoco la escondió. Y en esa decisión —valiente, cotidiana, profundamente política— encontró una nueva forma de ejercer el poder: desde la verdad de su cuerpo.
* Andrés Daste es ginecólogo obstetra, especializado en Endocrinología Ginecológica. Master en Climaterio. Mediapluma Editorial es una nueva editorial colombiana emergente. Edita y comercializa libros de no ficción y ficción.