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Los migrantes planean sus pasos para evitar los riesgos y retenes de Ciudad Juárez
La última vez que vimos a Jorge, Martha y sus hijos, la familia colombo-venezolana, fue en un campamento de migrantes en Chihuahua, por la tarde, el mismo día del desembarco en la ciudad. Ellos ya no estarían ahí, pero días después, durante ese mismo enero, al lugar le prenderían fuego en un operativo de desalojo por parte de agentes del Instituto Nacional de Migración acompañados de autoridades policiales.
Martha descansaba con los niños en una de las viviendas de cartón y lámina en la que habían alcanzado cupo dentro del refugio. Estaba dormida cuando la llamamos desde afuera del cuarto. La nieve que había caído con abundancia durante la noche y las primeras horas de la mañana comenzaban a desvanecerse. Martha descorrió el edredón morado que les servía de puerta de entrada solo para despedirse de nosotros. Intercambiamos palabras de cortesía, después dijo algo acerca de Dios y volvió a acostarse con sus hijos.
Jorge estaba reunido con otros muchachos alrededor de una fogata en medio de uno de los pasillos de terracería del campamento. Se informaba de los pormenores de la ruta que aún les quedaba por delante. El aroma húmedo de arroz cocido en ollas se mezclaba en el aire con el miasma pestilente que despedía el plástico al ser arrojado a la lumbre. El grupo de jóvenes discutía acaloradamente sobre los siguientes pasos. El camino a Ciudad Juárez era riesgoso.
Para llegar, los migrantes debían subirse en taxis que de manera clandestina los llevaban a la ciudad fronteriza evadiendo los puntos de retén de las autoridades migratorias. En ocasiones los carros los abandonaban a medio camino en el desierto; a veces, también, los entregaban a las organizaciones criminales que operaban en la región. Nadie confiaba en nadie. Se presumía que en el campamento y entre ellos había gente que colaboraba con los grupos delictivos, “pichándoles” a los migrantes para que estos los secuestraran.
A partir de ahí el grupo de migrantes, que días atrás se había montado en un tren en Guanajuato, se dividió en familias, parejas, individuos y pequeños grupos. Cada uno tiraría sus propios dados y caminaría los derroteros de su suerte. “Los esperamos en Houston. Nos vienen a visitar, no se olviden”, nos dijo Jorge al despedirnos. Esa misma noche, cuando nuestro avión aterrizaba en la Ciudad de México, Fredy me envió un video por el celular. En este aparecían Jorge y Fredy, la mañana siguiente de la llegada a Torreón, en la cocina del albergue, destazando la pata de res que habían destrabado de la rueda, para preparar el desayuno del grupo.
“La pierna de vaca que ayer Dios nos mandó, mire, que la mató el tren. Hoy la estamos pelando y vamos a comer bueno”, decía Fredy con alegría. Jorge lo secundaba igual de entusiasta: “Un chef venezolano. De Venezuela pal mundo. Estamos en México, vamos pa Estados Unidos”.
Los taxis de Chihuahua los llevaron a la boca del lobo: la Línea-Cartel de Juárez
Por una semana no supimos nada de ellos. No contestaban las llamadas ni recibían los mensajes que les enviábamos por el celular. Escuchamos que tanto Fredy como Jorge, Martha y sus hijos, junto con otros 10 migrantes, habían dejado el campamento la madrugada del 12 de enero, a bordo de taxis con rumbo a Ciudad Juárez.
Era probable que un retén de migración los hubiera detenido en el camino y regresado a Villahermosa, Tabasco, pero había pasado ya suficiente tiempo para que, si este fuera el caso, se hubieran comunicado al menos con familiares y amigos cercanos. Otra posibilidad era que, habiendo llegado al amanecer sin percance alguno a la ciudad fronteriza, se hubieran entregado de inmediato a las autoridades estadounidenses, quienes los tendrían entonces detenidos e incomunicados.
La probabilidad de este escenario, sin embargo, era aún más remota; sin premeditación y reconocimiento de terreno, era muy infrecuente que los migrantes encontraran en tan poco tiempo el punto indicado para cruzar el muro fronterizo. Además, nadie, ni familiares ni conocidos, había recibido un mensaje o llamada de estos que indicara que hubieran llegado a Juárez.
El día 17 de enero un migrante venezolano apodado “Samurái”, que también viajó en “La Bestia” con el resto del grupo, me escribía un mensaje:
“Mano, me puede llamar, es urgente”. Según me dijo “Samurái”, Jorge, Martha, Fredy y al menos dos familias más del grupo de migrantes con los que viajábamos estaban secuestrados en algún lugar entre la ciudad de Chihuahua y Villa Ahumada.
“Samurái” decía estar asustado y sin saber adónde ir, caminando a la deriva por una carretera, con poca señal, junto con otro migrante que recién había salido de un secuestro: “Prácticamente estamos en una bomba, tú sabes”, me dijo antes de pasarme en el teléfono al recién salido del cautiverio, que hablaba de manera atropellada y se notaba verdaderamente intranquilo.
“Pa mí que fue ‘Samurái’ el que los pichó. Ese malandrito es un pirobo”, respondía otra migrante cuando le conté acerca de la llamada. Según ella, “Samurái”, que meses atrás había sido deportado de Texas al sureste mexicano, además de alardear sobre sus supuestas conexiones con la Línea, principal facción del cartel de Juárez, había sido el enlace entre el grupo de Jorge y los taxis en los que se montaron, quienes seguramente los habrían entregado a la organización criminal para su secuestro.
Pero “Samurái” no volvió a llamar, no entraban las llamadas a su celular, ni recibió más los mensajes que le enviamos. Dos semanas después, el 30 de enero, los secuestradores contactaron a las familias de Jorge y Martha. Les pedían US$5.000 por cabeza. Si querían garantías de que los secuestrados aún vivían, debían depositarles US$1.000 para hacer una videollamada, pero había que apresurarse, de lo contrario, decían, sus familiares pagarían las consecuencias.
“Llamaban para amenazar. Decían que los iban a matar, que les iban a pegar un tiro, que le iban a cortar el brazo al niño”, nos decía en un mensaje de voz un familiar de Martha. El viernes 31 le mandaron una foto a la madre de Jorge. En esta aparecía su hijo viendo fijamente a la cámara. Una ligera sonrisa se traducía en su mirada. Tenía puesta una camisa roja, manchada con la abundante sangre que le escurría del cuello. La proporción de su cara, sin embargo, parecía no corresponderse a la del resto del cuerpo.
La familia estaba angustiada, los maleantes los presionaban para que depositaran la cifra exigida para la videollamada, pero ellos dudaban que el cuerpo de la fotografía fuera el de su hijo. Nos preguntaban incesantemente si pensábamos que la imagen había sido manipulada y a cualquier respuesta la angustia sobrevivía. Que la imagen fuera verdadera sugería que su hijo estaba siendo lastimado. Si, por el contrario, la fotografía era falsa, ¿qué significado escondería ese hecho?, ¿qué decía eso del paradero de los cautivos?
Estar encerrado y no saber si saldrás vivo o muerto
“Cuando estabas encerrado no sabías si ibas a salir vivo o muerto. Imagínate lo peor de una película de terror, una escena donde ves al asesino de frente y no sabes si vas a ser el elegido o vas a sobrevivir”, dice Fredy balanceándose en una silla mecedora.
Estamos en un campamento al centro de la Ciudad de México. Estuvo secuestrado en una bodega en medio del desierto durante 33 días junto con Jorge, Martha y otras familias de migrantes que viajaban en el tren. En total, dicen, al momento en que fueron capturados había 40 migrantes ya reclusos en el lugar, todos extranjeros, excepto por un conductor de taxi mexicano, que al parecer no había pedido permiso a la Línea para transportar a los indocumentados y por ello había sido privado de su libertad. “La fotografía era falsa, a mí nunca me tomaron fotos, y solo una vez me castigaron”, me contó Jorge al reencontrarlo. Según él, en los 33 días que permanecieron secuestrados había sido golpeado únicamente en una ocasión; por haber levantado la voz a uno de los secuestradores, había sido reprendido con puñetazos y patadas, y posteriormente dejado sin alimento por poco más de dos días. Aunque físicamente la mayoría de los cautivos habían salido ilesos, su psique había sido marcada por las constantes amenazas de ser asesinados, a veces expresadas de formas sutiles y a veces más explícitas. “Había un custodio al que todos le teníamos miedo, y cada que entraba, todos calladitos. Ese nos señalaba siempre un ducto de desagüe y nos decía que por ahí se habían metido muchos migrantes, pero que nunca habían regresado”, cuenta Martha, y de inmediato Jorge agrega: “Pero en ese ducto no cabía ni un niño pequeño, sino es en pedacitos, nos decía eso para meternos terror”. Otros custodios, cuentan Jorge y Martha, no eran tan hostiles y en ocasiones eran incluso amistosos con los niños, a quienes dejaban tomar sus armas y balas en sus manos. Acrecentando el temor y la incertidumbre, se rumoraba entre los migrantes que el hecho de que sus familiares pagaran a los secuestradores la cuota exigida no garantizaba su libertad y, aunque no lo corroboraron, había quien decía que a algunos de los que pagaban se les enviaba a una nueva “casa de seguridad”, en donde a los cautivos se les daba comida sin sal, lo que podría significar que preparaban sus órganos para el tráfico. Lo cierto es que el mundo cambió en ese mes de cautiverio. Para el momento en que conversamos entre las casas improvisadas por migrantes al centro de la Ciudad de México, Trump ha cancelado las solicitudes de asilo a través de CBP One.
Jorge, Martha y Fredy desistieron de su intento de cruzar la frontera apenas salieron del secuestro. Cuando aún estaban en Ciudad Juárez, recién liberados, más cerca de Estados Unidos de lo que nunca habían estado, se encontraron con que la posibilidad de poner un pie en el país anhelado era impensable. Dejar el albergue al que habían llegado tras ser liberados tan solo para comprar un refresco era un reto. El fantasma del cautiverio los perseguía. Por la calle todos eran sospechosas, cualquier persona que los mirara podía ser uno de ellos. Decidieron entonces regresar a la capital mexicana, en donde se sentían más seguros, para juntar dinero y poner en orden sus documentos con la embajada y así poder regresar a Venezuela.
Gabriel, uno de los hijos de Martha y Jorge, juega con un trencito de plástico en el piso, dice que viaja a Estados Unidos. “A los niños no se les olvida nada”, me dice Jorge señalando a su hijo mientras lo mira con ternura. “Ayer estaban jugando a los secuestradores, correteaban, se apuntaban, decían que estaban secuestrados, que tu para acá, que tu para allá, que ya se va a apagar la luz, que tápense los ojos, cosas así que se hablaban allá”.
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