La rueda metálica produce un chillido al rozar con la vía. Una pierna de vaca quedó prensada, atorada entre el boje y el armazón. Segundos antes de notar la presencia de la pata cercenada, el tren se había sacudido y los tripulantes más cercanos, estremecidos, fuimos roseados con una especie de masa pastosa color café claro. Arriba de nosotros se extendía un cielo amplio, sin nubes, que se tornaba más azul conforme avanzábamos hacia el norte de México.
Nos subimos a La Bestia, después de esperarla por dos días, cazándola, bajo un desnivel de la carretera que va de León a Aguascalientes. Unas 15 personas, todos migrantes y dos periodistas que los acompañábamos, estábamos montados en la intersección de dos contendores de grano, tres vagones atrás de la máquina del ferrocarril. Otros grupos se habían trepado en vagones más alejados.
Eran los primeros días de enero; la inminente llegada de Trump a la Casa Blanca había impreso en el éxodo migrante un apremio que estimulaba su carrera por llegar a la frontera antes de que esto sucediera. La mayoría de los montados en el tren eran migrantes que habían llegado a México meses atrás y ahora, presionados por la brevedad del tiempo, tomaban la decisión de apresurar su marcha al norte, subiéndose a La Bestia para entregarse lo más pronto posible a la patrulla fronteriza.
Me acomodé al lado de un hueco que daba a las vías para hacer una fotografía cuando el tren fue sacudido por el impacto. Al mirar la rueda y descubrir la pezuña apuntando al cielo, se lo indiqué con una señal a Fredy, un joven de los Andes venezolanos que dormitaba recargado en un tubo metálico, al que el estruendo del golpe y el rocío de la masa misteriosa habían sacado de su incómodo descanso.
Fredy, de 30 años, iba vestido con ropa deportiva: pants, chaqueta, y unos tenis bancos de basquetbol que había mantenido impecables hasta entonces. Cuando se percató de la pierna y el fluido en sus prendas, Fredy vociferó el hallazgo a los demás, que de inmediato se desperezaron y asomaron a la escena del crimen, incrédulos. Algunos se rieron a carcajadas al darse cuenta de que esa sustancia espesa era probablemente la hierba recién mascada que se convertía en mierda en las tripas del difunto animal. Como muchas otras del paisaje ganadero que atravesaba el ferrocarril, la vaca pastaba cuando fue atropellada.
El grupo, compuesto de familias, parejas y jóvenes solteros que se habían conocido en la ruta, estaba nutrido de múltiples nacionalidades y procedencias étnicas, la mayoría venezolanos, aunque había también gente de Colombia, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Honduras y Brasil. Hasta ese momento, desde que logramos subirnos a La Bestia en un pueblo cercano a León, la marcha del tren había sido más o menos constante, una velocidad media con espaciadas pausas de pocos minutos en solitarios ranchos de los linderos entre Guanajuato y Jalisco.
Arriba de La Bestia montan guardias para defenderse de los malandros
Cada vez que el tren se detenía en estos parajes, el grupo enmudecía; habíamos sido advertidos de la presencia de maleantes que ponchaban el tren —esto es, cerraban las llaves angulares de frenado de aire para detenerlo— o aprovechaban sus paradas de rutina para saquear la mercancía que pudiera contener, en muchos casos dirigiendo sus empeños criminales también contra los indocumentados, a quienes secuestraban o despojaban de sus pertenencias.
Cuando el tren se quedaba quieto, cualquier sonido, el ronroneo de una motocicleta o el eco de una voz humana en la lejanía ponían en alerta a los tripulantes, cuyos rostros se tornaban serios, apesadumbrados por la posibilidad de verse en las manos de delincuentes en aquellos páramos remotos donde nada valía un grito de auxilio. Algunos migrantes bajaban del vagón en busca de rocas para defenderse, otros trepaban a los contenedores de mercancía y montaban guardia, vigilando desde la altura los caminos de terracería que cruzaban el descampado.
Martha, una joven de 26 años, originaria de Cali, Colombia, que viajaba con su esposo, Jorge, de 29 años, de Caracas, Venezuela, y sus tres hijos, Génesis, Marcos y Gabriel, mira hacia el horizonte, sus ojos preocupados evalúan los alrededores. Está envuelta en una cobija de cuadros azules junto a Jorge, que regaña a los niños cada vez que gritan o juguetean descubriéndose del abrigo que los protege del frío.
Ni un alma a la vista, solo los tripulantes del tren que avanza y queda varado en el campo extenso, bajo aves que describen circunferencias en el aire con su planeo. Un hombre se acerca a la rueda a destrabar la pata del animal, otros graban con su celular el acontecimiento. El alargado silencio que se había producido durante las pausas de La Bestia en el camino, así como el alivio del descanso, aunque fuera sobre el esqueleto de un ferrocarril en movimiento, después de noches en vela intentando subirse a distintos trenes, fueron interrumpidos de tajo por el hallazgo de la extremidad del bovino.
Después del suceso, las conversaciones entre los pasajeros reanudaron. Fredy habla de la pierna como un regalo divino, alimento que Dios les había mandado para mitigar su hambre clandestina. “Amén”, lo secundaba en su interpretación mística el Canelo, un campesino del llano venezolano que trabajó en una carnicería de Ecatepec por nueve meses, a quien habían apodado así pues su pelo anaranjado y ojos ligeramente rasgados lo hacían semejar al boxeador jalisciense.
“Y son reses buenas”, agregaba un hombre tuerto, también venezolano, contemplando a los animales de la manada vacuna que dejábamos atrás, mascando el pasto con lentitud, absortos en su existencia cuadrúpeda e indiferentes a la suerte de los humanos en el tren. “¡Canelo! Ya tiene tarea, ¿oyó? Le toca cocinar cuando el tren pare”.
Otros migrantes aprovechaban la algarabía para inquirir sobre la ruta y hacerme las preguntas acostumbradas. Preguntas para las que no tenía respuestas que no abonaran aún más a su incertidumbre
—Oiga, periodista, ¿y qué me recomienda? ¿Por dónde es mejor cruzar: por Juárez o por Piedras Negras? Me han dicho que por Piedras Negras están deportando menos, pero dicen que ahí está el cartel y que secuestran mucho.
–No, vale —contestaba otro— en Ciudad Juárez está el cartel. Nosotros por eso nos vamos por Piedras Negras, es más seguro, chamo.
–Nosotros vamos a Juárez, pero vamos con Dios —respondía enérgica Martha. El miedo, o algo parecido, temblando en su voz, hacía menguar la firmeza de su afirmación.
Los migrantes desconocen la ruta y se entregan a la incertidumbre del rumbo
Las interminables discusiones en torno al camino a seguir evidenciaban un desconocimiento profundo de los viajeros sobre la ruta, y en ocasiones la ignorancia sobre sus propios deseos. Algunos no sabían a dónde iban. Muchos de ellos, desamparados, se refugiaban en los brazos celestes e invisibles de un Dios cuyos designios, fuesen estos los que fuesen, parecían aceptar con una fe inquebrantable.
Lo cierto es que en su travesía la suerte, el libre albedrío, el azar y la intervención divina se sucedían constantemente. Como si tiraran los dados en un tablero de serpientes y escaleras, frente a cada decisión aparecían múltiples escenarios. En algunos de ellos aguardaba la víbora en la forma de accidentes, redes del crimen organizado o el inmisericorde proceder de los agentes de migración, que cuando los capturaban los devolvían al casillero inferior, el cual no era su país de origen, sino el sureste mexicano, desde donde tenían que reemprender la marcha ascendente esquivando de nuevo los peligros del camino.
En cada decisión estaba también contenida la posibilidad de un golpe de suerte, fruto de la bondad del cielo o la casualidad, que los llevara por un camino libre de malandros, tarifas arbitrarias o impagables o autoridades mexicanas al acecho, que podría catapultarlos a la frontera norte y de ahí a su destino.
–Claro, chama. Amén. Pero si aquí nadie dijo que va solo, todos vamos con Dios —contestaba a Martha el migrante que había destrabado la pata del animal y ahora le quitaba la piel con un cuchillo para filetear.
El tren estaba por llegar a Aguascalientes, donde se mantendría inmóvil por un par de horas en la estación, hasta que el relevo del maquinista llegara para continuar su camino a Torreón. Desde ahí, los indocumentados tomarían un nuevo tren, algunos hacia Chihuahua, otros a Piedras Negras.
Una parada en Torreón para decir unos aleluyas en el templo cristiano
“No lo pueden ver pero aquí está el rey de reyes, el señor de señores. Está aquí, con nosotros, se siente cuando empezamos a creer, no en la costumbre, no en la tradición, sino en un Dios vivo. Oramos que lleguen con bien, en el nombre de Jesucristo”, dice un pastor a los migrantes, que están dispuestos en fila al frente del resto de los fieles congregados en un templo cristiano. El pastor los ha instado a acercarse al estrado desde el cual ha proferido el sermón de la noche. Detrás de ellos, los devotos locales bailan, aplauden, extienden sus manos y a veces caen al suelo vencidos por la prédica que extirpa la inmoralidad de los espíritus doblegados. Cuando esto sucede, mujeres vestidas con atuendos coloridos tiran una manta dorada sobre los caídos, dejándolos continuar sus espasmos en el pavimento.
Fueron invitados al templo por un hombre robusto, de gabardina, que los recogió en un camión escolar, al atardecer, de un albergue en las orillas de la ciudad de Torreón, Coahuila, donde la mayor parte del grupo de migrantes que desembarcó del tren había llegado a descansar la noche anterior. En Torreón recobrarían energías antes de seguir su camino a la frontera.
A Fredy se le ve serio, escucha con atención las palabras del pastor mientras murmura algo para sí mismo. De vez en cuando adquiere una postura de rendición, agachando la cabeza y frotando sus dedos pulgares e índices. Jorge, a un costado, conmovido por el sermón, se seca las lágrimas del rostro con una mano, en la otra sostiene a uno de sus hijos que mira asombrado a una mujer caribeña en trance hacer contorsiones desde el suelo. Martha, a su lado, asiente a la prédica del pastor con los ojos entrecerrados y las palmas de las manos frente a sí, dispuestas al cielo.
Sin dejar de sermonear, el pastor baja del estrado y camina hacia los migrantes. Uno por uno, se acerca a los indocumentados y reza poniendo las manos sobre sus cabezas inclinadas. Después solicita a los enfermos y dolientes de entre el grupo que den un paso al frente. Las temperaturas bajas del norte del país y el viaje a bordo de La Bestia han desgastado la salud y resfriado a algunos migrantes, quienes enseguida corresponden a la petición.
“Levanta las manos”, le dice el pastor a Martha cuando ésta se acerca. El hombre pone sus manos sobre el rostro de la joven colombiana. “Te vas a marear”, le advierte. “Padre, en el nombre de Jesús, hemos sido sanos, gracias espíritu santo, en el nombre de Jesús”. Concentrada en sus plegarias, los ojos ya cerrados de Martha se contraen aún más y una mueca de angustia asoma de su rostro.
Cuando el ministro retira sus palmas prodigiosas de su cabeza, esta comienza a llorar. Alrededor, los congregados emiten aleluyas y mueven los brazos al aire con entusiasmo, tomando el llanto de la joven como una señal de que su Dios ha intervenido, y se ha operado un milagro.
Los centinelas locales que cobran a los migrantes para subirlos a La Bestia
Los hijos de Jorge y Martha lloran casi toda la noche, pero sus quejidos apenas se escuchan tras el sonido del viento que se estrella en las paredes del vagón de La Bestia, enfriando todo lo que toca en su recorrido. Al pasear la mirada alrededor, el mundo está sumido en una oscuridad casi absoluta. Nadie duerme. El celular marca una temperatura de -8 grados, pero arriba del tren el aire helado del desierto mexicano golpea con fuerza sobre los cuerpos en vela.
Con los dedos de los pies entumidos, los bultos en el suelo, envueltos en cobijas, se mueven de un lado al otro asediados por invisibles aguijones de hielo que penetran hasta los huesos. La luna, solitaria en las alturas, es aborrecida por los pasajeros que aguardamos impacientes su desaparición, esperando con primitiva devoción al sol ausente, atrapados en una noche que parece alargarse excesivamente.
El tren salió la 1 a. m. de la estación de trenes de Torreón y ahora avanza a paso veloz agotando los últimos kilómetros que separan los estados de Durango y Chihuahua. Por una módica cantidad de dinero, un joven local de pantalones anchos, corte militar y gafas oscuras se ofreció a indicar a los migrantes el punto de acceso clandestino a la estación, un árbol que crecía a un costado de la barda que funcionaba como trampolín a sus adentros. Él hizo de centinela improvisado, desde un puente peatonal que atravesaba la estación, para vigilar que, cuando los extranjeros brincaran sus paredes en la oscuridad de la madrugada, no hubiera vigilantes merodeando las cercanías. La noche también era fría en la comarca lagunera y los migrantes, originarios casi todos de países tropicales, a la intemperie y abrigados con las pocas prendas que habían conseguido, lo resentían.
“Esto es una película, una película de terror, pero de terror de verdad”, repetía Fredy, consternado, mientras bailoteaba y se calentaba las manos alrededor de una fogata encendida en la mitad de un callejón, en un barrio de la periferia de la ciudad, cuando aguardábamos el silbido de una máquina programada a la medianoche que anunciaría, según las indicaciones recibidas, la próxima salida del tren que nos llevaría a Chihuahua; el mismo tren en el que ahora íbamos montados.
“Este frío gonorrea mata la hombría de cualquiera, te quita lo macho”, me dice con la sonrisa tiesa, castañeando los dientes, un joven colombiano que comparte cobija apretujado, casi abrazado, con un compañero de viaje.
El gélido aliento de la noche comienza a dar paso a un amanecer igual de frío. Son las 8 a. m. y entre las nubes aparece un fragmento de cielo de donde asoman los rayos de un sol pálido, diluidos por la blancura circundante. Los viajeros están absortos en el paisaje cano, que emblanqueció gradualmente en el transcurso de la noche mientras daban vueltas sobre su propio eje, luchando contra el frío y el insomnio, apretándose bajo las prendas que fueron recolectando en el camino.
La nieve cae dentro del vagón, pero se derrite apenas toca la superficie metálica del tren. Gabriel, uno de los hijos de Jorge, le pide a su padre que lo cargue, quiere asomarse y ver la nieve por primera vez. “Hay mucha nieve ahí, para hacer bolitas”, dice el niño emocionado después de haber contemplado por unos segundos el paisaje rural de Chihuahua. Los hijos del resto de los tripulantes también muestran entusiasmo por la nieve, quieren bajar, hacer monos con ella, lanzarse bolas unos a otros.
Ya no estamos muy lejos de la ciudad de Chihuahua. Erguidas en procesión, desfilan en el horizonte las montañas de la Sierra Madre Occidental, igual de blancas que el resto del páramo. Aprovechando una parada del tren, los migrantes bajan a recolectar leña, encienden una fogata en medio del vagón, y se sientan en círculo para calentarse alrededor de ella. A nuestros costados hay grandes extensiones de tierra de cultivo, principalmente plantíos de nogales y chile, que también ha cubierto la nevada.
El tren arranca. Son pocas las casas que vemos mientras nos acercamos a las orillas de la ciudad y el tren disminuye su velocidad.
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