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Refugiados y anfitriones: encuentros que sanan

Historias reales de migración forzada y redes de acogida en Colombia: cómo el vínculo con vecinos, líderes y empleadores locales dio sentido y esperanza a quienes llegaron buscando refugio.

20 de junio de 2025 - 11:00 a. m.
Fotografía en Uruguay con motivo del día del refugiado.
Fotografía en Uruguay con motivo del día del refugiado.
Foto: EFE - Gastón Britos
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Del desconocimiento al reconocimiento

Hace ocho años conocí a la mujer que en unos meses será mi esposa, una migrante que tuvo que salir a la fuerza de un país que se olvidó de ella y de millones de otros venezolanos. Conocerla cambió mi forma de ver el mundo, no porque ella me lo pidiera, sino porque, al caminar a su lado, entendí lo que antes no veía. A mis veinte años, desconocía lo que realmente implicaba migrar siendo joven. Asumía, como muchos otros, que los costos de hacerlo son sobre todo económicos, pero ignoraba lo que pasa desapercibido: la incertidumbre, la pérdida de vínculos, el rechazo, la soledad.

Con el tiempo, entendí que no todos los derechos son universales, como dice el papel, porque en la vida real algo que para mí siempre ha sido tan sencillo, como tener un documento de viaje, abrir una cuenta bancaria o acceder a un servicio de salud, para ella es una carrera de obstáculos contra el tiempo y las instituciones.

Mientras crecíamos juntas, fui testigo de las puertas que para ella no se abrían, de los trámites sin sentido, de la constante necesidad de demostrar que se tiene derecho a estar, a pertenecer, a soñar con tener algo que lleve tu nombre escrito y a decir en voz alta dónde naciste sin miedo a que te agredan o te humillen. Y así han pasado los años, entendiendo que, aunque tenemos infancias similares y familias que nos educaron con los mismos valores, en este país, por su estatus de migrante, ella siempre tendrá que empujar el doble para avanzar a la par conmigo.

A su lado, también entendí el valor del presente, de quienes están cerca, porque he tenido que verla contar los días para ver a su familia y a sus amigos, después de años, y llorar cada vez que se despide en el aeropuerto. Gracias a ella, aprendí a no dar por sentado lo que para algunos es un lujo: la cercanía, la estabilidad, la certeza.

Nunca me pidió que la entendiera, pero en su forma de vivir aprendí a cuestionar lo que siempre creí “normal”, a reconocer el peso de un privilegio que nunca había notado que tenía. Hoy escribo para reconocerla a ella y a los millones de migrantes que dejaron de vivir y empezaron a sobrevivir en otro lugar del mundo. Y escribo para mí, y para quienes tenemos la fortuna de acompañar a alguien que ha migrado, porque, de alguna manera, también migramos a su lado al cambiar la forma de mirar, sentir y entender el mundo.

Karla.

De Venezuela a una ranchería en La Guajira

Hace siete años, un 6 de marzo, llegué a esta ranchería cercana a Riohacha. Aquí vivimos noventa familias migrantes, y desde el primer día he sentido un agradecimiento profundo hacia mis hermanos colombianos, que me han abierto las puertas aun cuando yo apenas conocía las leyes del país.

Vivir tan lejos de la ciudad tiene sus retos: cada traslado es complicado, y a veces parece que todo conspira contra nosotros. Recuerdo un momento muy duro: salir al centro con una urna en las manos, pidiendo ayuda para enterrar a un niño de la comunidad. Fue allí donde entendí de verdad la fuerza de la solidaridad, porque sin la colaboración de otros no habría sido posible.

Antes, en Venezuela, tenía casa, carro y un nivel de vida medio. Hoy vivo en un ranchito de zinc y plástico negro, y solo regreso a mi país de visita. No me siento colombiana, porque eso sería olvidar mi patria, pero sí sé que aquí me han recibido con respeto.

Conocí a Yulibeth de una manera difícil: nuestro primer encuentro terminó en discusión, pero pronto entendimos que convivir en discordia no tenía sentido; ambas trabajamos por la misma causa. Le dije: “No podemos pelear, estamos aquí por el mismo objetivo”. Desde entonces, su compañía ha sido un respaldo constante. Cuando ambas enfrentamos críticas, me recuerda que no debo prestarles atención. Y ella, a su vez, me ha enseñado la importancia de la tolerancia: liderar no es fácil, y siempre habrá quienes cuestionen tus decisiones.

Ella es una mujer, una “negra”, como le digo de cariño, de muy buen corazón. Hace parte de mi familia, la considero como si fuera una hija más para mí. Hoy, como lideresas de nuestra comunidad, compartimos la mirada puesta en quienes más nos necesitan.

Organizamos trámites, buscamos soluciones para cada familia y lo hacemos sin esperar nada a cambio. Cada acción fortalece un vínculo que nació de la necesidad y se consolida en la confianza mutua.

Y aquí sigo, día a día, aportando lo que puedo a esta ranchería y reconociendo el valor de cada mano amiga.

Milagros.

De ingeniera migrante a mi mano derecha

Hace seis años conocí a Carolina, quien hoy es mi mano derecha en mi empresa. Salió de su país por las complejas situaciones por las que atravesaba e incluso llegó a ser perseguida por el Gobierno por no ser afín a sus ideales.

Encontró una oportunidad de migrar a Colombia, pero optó hacerlo como ciudadana colombiana, lo hizo porque su papá es de aquí. A pesar de tener sus papeles al día y de entrar de forma legal, ella se enfrentó a una serie de malos tratos e incluso humillantes.

Llegó primero a una casa de familia y, aunque era ingeniera de sistemas profesional, fueron muchas las puertas que se le cerraron por ser migrante venezolana. Mientras conseguía un trabajo estable y como forma de agradecimiento a la familia que la recibió, empezó a encargarse de las labores de la casa, lavar los baños, la ropa, hacer el aseo o encargarse de la cocina. Luego, trabajó vendiendo postres en la calle y, por una casualidad, terminó como mesera y auxiliar de cocina en un restaurante.

Allí conoció a la médica del municipio, Érika, la prima de mi exesposa. Le contó que en Venezuela se desempeñaba como ingeniera de sistemas de una de las más grandes compañías del país, pero que acá no había podido encontrar un trabajo en su campo. Fue rechazada por su nacionalidad, por su experiencia y hasta por su edad. Érika, en respuesta, le dijo que le pasara una hoja de vida, que ella sabía de alguien que a lo mejor le podía ayudar. Desde entonces, Carolina trabaja conmigo. Me ha dado unas grandes lecciones de resiliencia, valentía, tenacidad, amor y entrega por su familia. También ha sido un apoyo clave en el crecimiento de mi empresa y, por supuesto, un soporte en los momentos más difíciles. Su carisma y su profesionalidad han sido fundamentales en estos años.

Estoy seguro de que sus ganas de salir adelante la van a llevar muy lejos y que pronto volverá a gozar todos estos momentos valiosos con su familia, que tuvo que dejar de lado.

Mario.

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