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Música de ninguna parte: la nota más frágil de Bruce Springsteen

En esta película Jeremy Allen White, ganador de dos premios Emmy por su personaje de Carmy, en la serie “El Oso”, interpreta a ‘El Jefe’, en uno de los pasajes más profundos de su vida artística y que encaja perfectamente con los miedos del actor.

Por Nelson Sierra Gutiérrez
30 de octubre de 2025
Jeremy Allen White como Bruce Springsteen, uno de los papeles más desafiantes de su carrera.
Fotografía por: 20th Century Studios
Jeremy Allen White como Bruce Springsteen, uno de los papeles más desafiantes de su carrera.

Jeremy Allen White como Bruce Springsteen, uno de los papeles más desafiantes de su carrera.

Fotografía por: 20th Century Studios

Hay películas que prometen demasiado y luego solo cumplen. Esta es una de ellas. Pero también es la historia de un hombre que decidió cantar desde su miedo, y eso merece ser contado. “Springsteen: Música de Ninguna Parte” no se hunde, pero tampoco despega como se suponía que debía hacerlo. Se queda flotando en esa zona intermedia donde uno sale de cine diciendo estuvo bien… aunque esperaba que el corazón se emocionara un poco más.

Jeremy Allen White colgó el delantal de Carmy, su personaje en la serie “El oso”, para colgarse una guitarra que, por momentos, parece pesar más por lo que representa que por su propio peso. Verlo abrazar esa incomodidad es lo que sostiene la película: un artista todavía joven tratando de encarnar a uno que lleva medio siglo lidiando con la misma batalla. Lo curioso es que Jeremy jamás había tocado una guitarra ni cantado frente a nadie; solo lo hacía en la ducha o en su auto, lejos de testigos. Así que su salto fue doble: interpretar a un mito y, al mismo tiempo enfrentar su miedo al escenario. El actor lo resume: “Es abrumador interpretar a alguien tan famoso y querido”. Y se le cree.

Hay escenas donde uno siente que Carmy se coló al set: esa ansiedad que no afloja, ese perfeccionismo que a veces se muerde a sí mismo. No es casual que Jeremy confiese que “sentirse espectador de la propia vida” fue una sensación familiar antes de hacer esta película. Esa línea corta profundo y conecta a Bruce con tantos que, como él, se han visto desde afuera intentando encajar adentro.

Scott Cooper dirige como quien escucha un vinilo: sin prisa, buscando el rasguño en la superficie. Ya había mostrado su pulso en “Corazón rebelde”, “Hostiles” y, claro, en la brutal “Black Mass”, donde Johnny Depp construyó uno de los personajes más inquietantes de su carrera. Cooper siempre ha tenido fascinación por los hombres quebrados que esconden la grieta debajo del silencio, y aquí vuelve a mirar por ese mismo hueco. Pero esta vez la grieta no se abre del todo. Su estilo visual es sobrio, casi monacal, como si temiera que la emoción desbordara el encuadre.

Aun así, se agradece la coherencia: Cooper filma el vacío con elegancia. La luz entra apenas por una rendija, los colores se apagan, los sonidos parecen venir de un mundo que se derrumba despacio. Y ahí, en medio de ese tono sepia de derrota, Jeremy encuentra espacio para algo real.

“Nebraska” es el alma de la película. El trabajo discográfico grabado en el cuarto de la casa de Springsteen, con un grabador portátil, sin estudio ni glamur, se convierte aquí en una metáfora perfecta del propio filme. “Hay una gran intimidad en la música, en especial en el álbum ‘Nebraska’”, dice Jeremy, y basta oírlo para entender que no lo repite: lo siente. Nebraska fue el momento en que Bruce se encerró consigo mismo para sacar afuera lo que no cabía en los estadios. La película intenta capturar ese mismo encierro, ese susurro del hombre detrás del mito.

Las mejores escenas son justamente las más silenciosas. Cuando no hay estadios, ni banderas, ni multitudes. Cuando solo queda un tipo cansado frente a un micrófono, intentando encontrar su voz otra vez. Jeremy se enciende en esos momentos. Se lo cree uno. Se lo cree totalmente.

Porque entendió que la clave era “cantar lo más honestamente posible”, no imitar a Springsteen. Y esa honestidad lo salva.

Durante la filmación, Bruce Springsteen estuvo presente la mayor parte del rodaje. Observaba, aconsejaba, pero nunca imponía. En una de esas conversaciones, le soltó una frase que valía por toda una carrera:

“Hiciste una mejor versión de mí… no te preocupes por imitar mi voz, preocúpate por sentir lo que cantas.” Esa confianza, esa libertad, le dio a Jeremy el permiso para ser él mismo dentro de ‘El Jefe’.

El problema es que el guion no siempre acompaña esa lucidez. Le teme al dolor, y cada vez que podría abrir la herida, opta por vendarla. “Deliver Me From Nowhere”, título original, tiene el corazón, pero le falta coraje. A veces parece más preocupada por no molestar que por emocionar. Y Bruce, precisamente, construyó su leyenda molestando a la industria musical, a su país, al confort, y hasta su propia sombra.

Una historia cargada de intensidad

De todos modos, hay secuencias donde el filme respira con intensidad: Jeremy cantando “Born in the USA” hasta quedarse sin aire, “Esa interpretación me costó terribles migrañas, recostándome entre tomas por el dolor, durante varios días me quedé sin voz”, según confesó después. Esa entrega física, casi autodestructiva, es lo que mantiene viva la película. Uno entiende que no está actuando: está sobreviviendo profundamente al papel.

Cooper, el director, observa todo con distancia, pero también con respeto. Deja que la historia camine sin golpes de efecto, confiando en la vulnerabilidad de su actor. Y es ahí donde el film logra lo que promete: mostrar a un ídolo cuando se desarma.

Jeremy lo expresa en una frase que resume la intención del viaje: “Ver a alguien en su peor momento y luego verlo salir fortalecido”. No es solo una línea sobre Springsteen; es una declaración sobre la vida misma.

“Springsteen: Música de ninguna parte” es una película correcta sobre un disco, ‘Nebraska’, de 1982, que nunca quiso serlo. Una cinta que bordea un profundo abismo, pero que se detiene antes de saltar. Jeremy Allen White, en cambio, sí se lanza. Carga su miedo, su duda y una guitarra que, por momentos, parece pesar menos que su propio silencio.

Y cuando canta (con voz temblorosa, sincera, imperfecta), uno entiende que lo que está en juego no es la música, sino la identidad. Porque Springsteen no se volvió inmortal por cantar más fuerte, sino por atreverse a hacerlo cuando ya no tenía fuerzas.

Jeremy logra eso. No lo imita, lo comprende y lo siente. Y en ese gesto, simple y enorme, la película encuentra su nota más alta, la más humana. Y ahí está la gracia del asunto: ver a un actor que aún está aprendiendo a ser estrella interpretando a un ícono que lleva décadas lidiando con la misma duda.

Lo mejor de la película es justamente eso: ver a alguien en su peor momento y luego verlo salir fortalecido. Eso le pasó a Springsteen, a Jeremy… o a cualquiera de nosotros. Hoy nos pasa a muchos, y lo único que intentamos cada día es eso: mantenernos en pie.

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